René Arturo Villegas Lara

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René Arturo Villegas Lara

Guardo una fotografía de 1950, de la esquina oriente del viejo mercado de Chiquimulilla, pues en ella estaba la refresquería de mi vecina, la Cande, en donde uno se deleitaba con una deliciosa horchata de pepitoria y arroz y su respectivo hielo que fabricaban en el trapiche de don Golbertón Melgar, en donde además de fabricar panela de media tapa, que después  “enmuñecaban” con hojas del cañaveral, también había una fábrica de hielo que nunca supe como lo hacían con ese calor de la costa.

La Cande se adelantaba con unas dos grandes ollas de peltre mexicano en donde iba el fresco, ollas color celeste pringadas de puntidos blancos, y después le seguía  Mingo, mi compañero de escuela, con la maqueta de hielo en el hombro, para rasparlo y hacer granizadas. Un día le pregunté a Mingo si no se le dormía el hombro  por el frío; pero, me dijo que la granza de arroz no dejaba pasar mucho lo helado. El mercado estaba construido en alto y se extendía hasta lindar con los chinos.

Allí encontraba usted de todo: pescado seco en la tienda de la mamá de Chepe Nana; melcochas en la venta de doña María Contreras; queso fresco con la Linda Blanco; mushque y chicharrones con don Israel Ruiz; carnes frescas en las carnicerías de Tía Mina Segura, de doña Gude Rosales y de doña Elenita Martínez. Cada una tenía su día de rastro para que la competencia fuera leal y toda la carne era llevada del rastro en una carreta forrada de lámina, conducida por los sansones del pueblo: Gabino el sacristán, que no se desprendía el puro de los labios, o Chile Mocho que también fumaba puro y que se encargaban de meterle el cuchillo a vacas, toros viejos y de vez en cuando un novillo, que degollaba en el rastro que quedaba abajo de la casa de don Tono Alfaro. Por cierto Chile Mocho se hizo famoso por su frase: “Yo no tengo palabras para enamorar a las mujeres pero tengo fuerza”.

Aquel mercado era una miscelánea cosas que comer: alborotos, conserva negra de coco, coyoles miel, nuégados envuelto en miel de panela  o un nutritivo vaso de atolillo. Pues bien, de la refresquería de la Cande, mientras uno degustaba la horchata o la granizada, se podía divisar una calle larga que iba desde la comandancia de la policía hasta la esquina de don Ricardón Martínez, por donde pasaban y pasan las procesiones de Semana Santa.

Tengo una foto antigua de esa calle y no se ve nada viviente en todo su trayecto, ni personas ni animales-caballos, coches o gallinas de patio- porque en ese idílico tiempo en Chiquimulilla se oía hasta el silencio. Si uno recorría  esa calle, era obligado pasar por la casa de Samuelito Lau; el lado de atrás las ruinas de la Iglesia que se cayó cuando el terremoto de Cuilapa; después la casa del español don Juan Díaz; luego la casa de don Tuno Pivaral, con su viejo mangal de racimo; vecino de la de mi maestro Guayo Pineda y su hijo Héctor, mi compañero de primaria; se pasaba también por  grande sitios cercados con cimientos de piedra que alguna vez tiró una erupción, hasta topar con la casa de Rafa Castillo, también escuelero de mi tiempo.

Nunca después he vuelto a saborear una horchata como la que vendía la Cande a los niños estudiantes de la cuadra, porque las escuelas de niñas y de niños estuvieron durante años en la esquina siguiente, rumbo al sur, en dos viejas casonas construidas a saber en qué tiempo. En la esquina opuesta, estaba el largo cuartel de la policía que no tenía tapiales y entonces uno veía que los presos y las presas cuando ponían la cara pegadas a los barrotes de madera esperando que el Juez de Paz les diera su libertad. Chiquimulilla, ya lo dijimos alguna vez, posiblemente fue organizado por algún español del tiempo de la Colonia, porque tiene un trazo damero, como el trazo de La Antigua o el de la zona uno de la capital: sus  cinco avenidas de norte a sur y sus calles de oriente a poniente, todas rectas como lo permitieron las faldas del Tecuanburro.

Ahora, han aparecido calles en donde se perdió esa planificación urbana, como la calle que arranca de la casa del gringo y llega hasta el Oratorio de San Sebastián, sacrificando espacios que antes fueron sitios  sembrados de tamarindales, chicales, mangales, cocales y más, en donde los patojos acostumbrábamos corretear. Y uno suspira con nostalgia al recordar ese pasado bucólico y campirano, pues el recuerdo es la única forma de traer los días que fueron  a los días presentes que se nos ha permitido vivir.

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