René Arturo Villegas Lara
Cuando mi mamá me mandó a la iglesia del pueblo a recibir y aprender la doctrina con doña Elena Jorquín, vi por primera vez a Gabino. Era un hombre fornido, de baja estatura, como la de Reyna Barrios, que siempre vestía camisas manga corta para enseñar sus músculos, los brazos peludos y las venas y arterias resaltadas. Por las madrugadas trabajaba en el rastro municipal, por allí por la casa de don Tono Alfaro, pues era diestro en eso de despescuezar vacas, bueyes y novillos para las carnicerías del mercado. Contaba Gabino que su fuerza le venía del vaso de sangre fresca que le salía al pobre animal cuando el filoso cuchillo rasgaba la yugular y continuaba con la descuartizada. Después de las diez de la mañana se presentaba a la iglesia a trabajar como sacristán. Todas las tardes de la doctrina, mientras doña Elena nos ponía a leer el catecismo, se oía un rechinar parsimonioso de caites y era la señal de que Gabino iba cruzando de la ancha puerta de la iglesia hacia el altar mayor, a cambiarle agua a los floreros, ya fueran de flores naturales o de plástico, que ya principiaban a venderse en el mercado y que Gabino no distinguía unas de otras. Lo que lo marcaba su personalidad era el puro de Zacapa que siempre cargaba encendido en la comisura derecha y que sólo lo movía cuando era necesario botar la ceniza. Recuerdo que el padre Shumann le prohibió que fumara el puro cuando acolitaba la misa de las seis de la mañana, la de los domingos y la de las fiestas de guardar; pero, Gabino amenazó con renunciar del puesto de sacristán si le prohibían su puro, y como en el pueblo no había otro que supiera de esos menesteres, no se tuvo más que aceptar a Gabino con todo y su puro. Él era una prolongación del puro. Que yo recuerde, no ha existido otro sacristán que tocara las campanas con el sentimiento que lo hacía Gabino. Para anunciar la alegría de la Resurrección, las campanas pequeñas repicaban retozonas, de corrido, para que todos sintieran que eran instantes de jolgorio y alegría. Si sonaba a las doce del mediodía era para saber que ya entraba la tarde; cuando se escuchaba a la seis de la tarde, era la hora de la oración. Cuando pasaba un difunto rumbo al cementerio, como el paso por la puerta de la iglesia era parte del ritual, tocaba la campana grade dando dobles lastimeros que hacía que el llanto de las plañideras se escuchara más fuerte a muchas cuadras adelante del cortejo. Si esa misma campana, parecida a la “Chepona” de la Catedral, tocaba pidiendo auxilio, era que algún incendio estaba consumiendo algo en las rancherías de las orillas de pueblo, así que el tañido de la campana y el chorro de humo de la paja guiaba a los improvisados bomberos, cubeta en mano, para encontrar dónde estaba la quemazón y ayudar a apagarlo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, ni pasaba un entierro ni había algún incendio, y Gabino tocó los dobles más lastimeros que el pueblo pudo escuchar en muchos años. Y contaba tío Herlindo que al preguntarle el motivo, respondió que esos dobles eran por todos los muertos ocurridos en las cruentas batallas y que no recibieron cristiana sepultura ni una lágrima que los acompañara ni un responso como era obligación. Así fue Gabino el sacristán, quien además era relojero, porque en la pared de un costado de la iglesia pintó un reloj de sol con un clavo de diez pulgadas que al dar su sombra iba marcando las horas con más exactitud que cualquier reloj extranjero. Eso se lo enseñó el padre Shumann, que era originario de Alemania.