El concepto de pan se ha venido utilizando en las citas bíblicas de los últimos domingos; recordemos la necesidad del pan para alimento del cuerpo, eso pasó a las multitudes, unos 8,000 que seguían a Jesús y fue lo que Dios envió a los israelitas cuando cruzaban el Sinaí en la milagrosa manifestación del maná. Pero da ahora otra interpretación a dicho pan, ya no es solo el pan material sino el pan espiritual.
Primera lectura. Imaginemos a una persona –en este caso el profeta Elías– que ha caminado bajo el inclemente sol, en el ardiente desierto, por todo el día y no encuentra más sombra que un arbusto pequeño, retama, que resiste lo inhóspito de los terrenos áridos. Tan agotado estaba que se echó a dormir. Un ángel lo despierta y le coloca una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. !Qué alivio! Comió y se volvió a recostar. El ángel lo increpó “el camino que te queda es muy largo”. Pero esa comida, ese pan, no era un pan común, porque con solo esa comida, Elías “caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb”.
Este pan milagroso es un anticipo del verdadero pan bajado del cielo que se haría realidad con Nuestro Señor.
Evangelio. Por lo general, Jesús hacía referencia a su persona como “el Hijo del Hombre”. En varias ocasiones se autocalificó, utilizando la expresión “yo soy” en un sentido simbólico o escatológico; la mayoría de esas expresiones han sido recogidas por el evangelista Juan. Recordemos que, ante el reclamo de Marta por la muerte de Lázaro, Jesús ripostó: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11:25). También le dijo al escéptico Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí”. (Jn 14:6). En semanas anteriores escuchamos que expresó: “Yo soy el buen pastor”. También dijo “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas” (Jn 8:12) y también “yo soy la puerta, el que por mí entraré, será salvo” (Jn 10:9). “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador” (Jn 15:1).
En esta ocasión Jesús agrega otro calificativo: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Esta afirmación de Jesús habrá sorprendido a los judíos en dos aspectos; en primer lugar que “Él sea pan”, y en segundo lugar que “haya bajado del cielo”. ¿De qué pan estaremos hablando? Obviamente, no se refería al pan material, de la masa de trigo horneada pues agrega “el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás”.
Obviamente, Jesús hablaba en otro contexto. Un pan especial, mucho más especial que el maná y un agua viva cuyo torrente no se agota. Pero no se trata de comer una vez y calmar el hambre para siempre, no. Se trata de mantenerse, como la rama de la vid, unida al tronco de la vida que es Jesús. Esto conlleva una vida de permanente contacto, relación con Jesús y por su medio, con el Padre. Así nunca tendremos hambre. Como dijo san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí.”
Por otra parte, sorprendió con su afirmación de que había “bajado del cielo”. ¿Cómo así? se preguntaba la gente, especialmente los vecinos.
Esta confusión se volvía a repetir. Los vecinos no creían que ese que fue carpintero se considerara el Ungido, el enviado de Dios. “Acaso no conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” Consciente Jesús de sus murmuraciones los amonesta: “No critiqueis. Nadie puede venir a mí si no atrae el Padre que me ha enviado.”
Agrega tres afirmaciones muy importantes: a) “Serán todos discípulos de Dios”; b) “el que cree tiene vida eterna”; y c) “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera.” Claramente, es un anticipo del mayor regalo que Jesús nos dejó: la consagración del pan, que se repite en cada misa.
