7 de julio XIV domingo

El profeta Ezequiel, quien también fue sacerdote, nació en Jerusalén, pero cuando tenía 25 años fue llevado cautivo, con otro diez mil judíos, caminando como rebaño hacia el destierro en Babilonia por órdenes de Nabucodonosor en el año 597 a.C. Se cree que Ezequiel murió en el exilio. Fue contemporáneo de Jeremías (20 años mayor) y de Daniel (de la misma edad). Sus profecías destacan por las visiones que relata (incluyendo la del carro con muchas ruedas) y, pero, sobre todo, por el mensaje de arrepentimiento que proclamaba al pueblo, haciéndoles ver que el cautiverio era un castigo por sus rebeldías y ofensas a Dios. En todo caso fue una necesaria voz unificadora de la nación sometida en tierra ajena. Resalta la jerarquía de “pueblo elegido” pero no esconde el reclamo por su rebeldía y desobediencia. En todo caso, repite un mensaje de consolación en esos turbulentos años de aislamiento y al mismo tiempo un grito de esperanza en la edificación de un nuevo templo de Jerusalén. En Mesopotamia el pueblo repetía, en medio de la angustia, el reclamo permanente: “el próximo año en Jerusalén”.

En esa primera lectura, extraída del libro de Ezequiel, repite la advertencia a ese pueblo de “dura cerviz y corazón obstinado”, que ha disgustado a Dios. Esa misma advertencia que se hace extensiva a nuestras actuales sociedades tan alejadas de Dios. Una llamada al arrepentimiento.

En la lectura del Salmo 122 destaca la angustia y el ruego esperanzado de los creyentes que, sintiéndose desamparados, miran al cielo y esperan el perdón y la misericordia de Dios.

En la segunda lectura, Pablo reconoce a los seguidores de Corinto que Él es un hombre débil, afectado por insultos, privaciones y persecuciones por la causa de Cristo. No puede, por sus propios medios, salir de esa situación y que su único recurso es la gracia de Dios. De esa manera supera la debilidad y se vuelve fuerte. Esa misma gracia que, a cada uno de nosotros, debe levantarnos y fortalecernos.

La cita del Evangelio, también de San Marcos, guarda relación con las de las semanas anteriores en el sentido de narrar las resistencias que tuvo que superar Jesús en los primeros tiempos de su predicación. Recordamos que lo llamaron loco, aliado del demonio y se burlaban de Él (“el muy iluso cree que la niña no está muerta, que solo duerme”). No habrá sido fácil para un carpintero, un artesano, un joven del pueblo igual que todos, predicar a sus coterráneos. La incredulidad de la gente era mayúscula. ¿Qué se está creyendo? ¿De dónde adquirió tanto conocimiento? Y eso que todavía no se había revelado como el Ungido.

Nosotros, gracias a la Iluminación, conocemos todo el relato de la venida de Cristo; sabemos que culmina con su crucifixión, resurrección y ascensión al Cielo. En otras palabras, nosotros, que ya sabemos cuál es el final de toda la historia, solamente repasamos los primeros capítulos de ese maravilloso libro, pero los galileos no sabían que era el hijo de Dios (que con el tiempo lo habrían de reconocer). Ubiquémonos en el lugar de quien está empezando a leer una novela o ver una película: no sabe qué es lo que sigue ni cómo va a terminar el relato. Así estaban los vecinos de Jesús. No entendían cómo ese simple carpintero se proclamaba profeta y predicaba un nuevo mensaje y a quien, además, se le atribuían varios milagros. Hasta esos momentos iniciales del relato evangélico, los vecinos no sabían realmente quién era Jesús ni lo que iba a suceder más adelante. Por eso las críticas, las dudas, las burlas y hasta las blasfemias (de los fariseos). Cabe recordar que en los años anteriores y posteriores a Jesús hubo muchos judíos que se autoproclamaban como “mesías”, que ofrecían la liberación del pueblo, unos lo entendieron como liberación de la opresión romana y otros como liberación de las almas.

Repito, a Jesús le ha de haber costado mucho ir rompiendo esa dura piedra que bloqueaba el entendimiento y aceptación de su gente. Por ese dijo: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Ojo: sus propios parientes y en su casa. “Nadie es profeta en su tierra” (frase muy extendida coloquialmente para diferentes ámbitos del quehacer humano). Por eso “no pudo” hacer allí ningún milagro -¿para qué lo iba a hacer?- “solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos”. Cabe agregar que para realizarse un milagro se necesita el poder de quien lo hace y la fe de quien lo recibe.

Al final se fue a otros pueblos de alrededor donde recibían su mensaje con el corazón abierto. Respecto a sus paisanos se admiraba “de su falta de fe”.

Regresando a nuestra actualidad habría que preguntar qué opinión tendría Jesús de nuestra fe, y eso que nosotros sí sabemos cómo termina la historia. Ojalá no “se admire” de nuestra falta de fe; menos aún que no se escandalice de nuestra incredulidad. Y luego, en congruencia con esa fe nuestra caben otras preguntas: ¿Cómo nos llevamos en familia? ¿Cómo tratamos a nuestros subalternos? ¿Cómo atendemos a los clientes y solicitantes? ¿Cómo ayudamos al desconocido? Y sobre todo: ¿Cómo adoramos a Dios?

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