Ramón Cadena
En la ciudad de los apodos, como se le llama a Guatemala con cariño, existen muchos ciudadanos que somos dos personas a la vez: los que empezamos a ser cuando nacimos y que nos bautizaron y aquellos en los que nos transformamos gracias a nuestro apodo. Muchos apodos los impone la propia familia. Aunque también existen los que, por medio de bautizos espontáneos y poco comunes, inventan los amigos. En este último caso, las familias pueden llegar a disgustarse porque el nombre que ellos pusieron con tanto amor, se transforma en el mote que ponen los amigos por joder. Poner un apodo es muy parecido a inventar una caricatura de la persona. Se resaltan sus características físicas, intelectuales o emocionales solo que, en lugar de hacerlo con figuras alusivas, se hace con una sola palabra. En ambos casos, el humor está muy presente.
Yo recuerdo que, en nuestra colonia, casi todos teníamos apodo; algunos impuestos por la misma familia; otros, por el grupo de amigos y amigas. El primer apodo que se me vino a la mente, es el del Tití. Si la memoria del Ticuco no falló cuando me lo contó, se trataba de un apodo familiar, probablemente heredado por don Chilolo, su padre. El Tití siempre llevaba las bolsas de su pantalón llenas de bromas y chistes y nos hacía reír a carcajadas; en lo personal, siempre me regaló historias alegres y, siendo niños, no pude más que seguir sus huellas y elogiar sus travesuras; tenía un hermano, a quien bautizamos como Cusha o Robotina. Cusha, porque le gustaba el guaro, como a todos los que tuvimos la suerte de llegar a la adolescencia.
Robotina, por su forma de caminar, tan parecido a ese personaje de las historietas de los Supersónicos, con las puntas de los pies hacia afuera y con movimientos extraños y toscos como los de un robot.
La “Mole” (q.e.p.d.), grande y gordo como una muralla de carne y hueso; fue la primera persona con la que aprendí el arte de bicicletear. Una madrugada llegué a su casa con un cómodo cojín, lo pusimos sobre el timón de su bicicleta, me senté sobre él y me llevó a pasear. Así fueron todas las madrugadas de aquellas vacaciones.
Con cariño le decíamos Mamus, según me contó el Ticuco, quien guarda en sus recuerdos, el cariño que lleva cada uno de estos apodos y, quien, por decirlo de alguna manera, guarda la memoria histórica del grupo, como si fuera una piedra preciosa de mucho valor. Llamado así, en honor al ticuco, tamalito de maíz rosado. Era fornido, puro tamalito; y su hermano, Cushines (q.e.p.d.), quien era alto como un varejón y flaco, como un bejuco. Calzaba en sus pies de plomo, zapatos grandes, puntiagudos y largos. Se parecían a los cushines que bota el árbol de fuego. Por ello le llegó su apodo, hecho a la medida de sus pies. Murió de un infarto a los apenas cincuenta y siete años. Un mal paso que dio con los cushines que llevaba puestos, se lo remató de un solo.
Julio Camisa, a quien no hemos vuelto a ver. Le decíamos así, porque siempre usaba una camisa regalada, que le quedaba grande y el Chafa o Pata de Cuque, quien siempre estaba presente con su bondad y fue bautizado con ese apodo, después de que ingresó a una escuela militar. Era y sigue siendo el bueno entre los buenos y entre todos los buenos, el mejor. A propósito, fue porque lo visité a su laboratorio para hacerme exámenes de sangre, que conversamos sobre este tema. Después de vernos e intercambiar información, empecé a recordar todos estos apodos. Luego llamé a dos amigos de la banda, una mujer, la Sompopito de mayo y un hombre, el Ticuco, para nutrir esta historia con sus recuerdos cálidos y llenos de amistad.
Al Chancho, (q.e.p.d.), le decíamos así ya que era amigo de todos los deportes, pero no los ejercitaba y, por ello, empezó a engordar, hasta que llegó a ser un chancho robusto y rosado. También estaba Lalo o el Oso, por ser cuadrado, chaparro y fuerte. Manotas, excelente para ser buen amigo y muy diestro en asuntos de electricidad y para realizar aquellos trabajos que demandaran el uso de las manos. Todos los trabajos los hacía muy bien y, por ello, se ganó un apodo que hacía alusión a la destreza de sus manos.
Luego estaba el Mudo, porque siempre estaba calladito; a las Lelas les encantaba ver cómo llevaba a cabo su estrategia, siempre silenciosa. Seguía al pie de la letra, aquel lema de “en boca cerrada, no entran moscas”. El Chato, apodo que resaltaba como en casi todos los Chatos, el tamaño de su boca y su nariz. Su hermano el Coquitos (q.e.p.d.), cuyo apodo repetía su relato una y otra vez y con muy buen sentido del humor, nos contaba que un día se fue a tomar unos coquitos a Escuintla en su avioneta, mientras su familia angustiada por la posibilidad de un accidente, lo buscaba por todos lados.
Algunos teníamos apodo de animales: el Fausto y sus hermanos, eran los hermanos Conejo, por la forma de su rostro, parecido a los conejos. Los Chuchos, que hacían honor a su apellido francés que, al decirlo, sonaba a ladrido de perro. Uno de los Chuchos ya es un eterno ladrido que provoca la luna (q.e.p.d.). Su hermana la “Canchita”, siempre bonita, sensual y juguetona, se salvó de ser incorporada a la familia de los Chuchos. El Sapo Ordóñez, bajo de estatura, pero siempre con mucha energía y con una sonrisa en la boca, que lo hacía parecer un sapito feliz, con el rostro muy sonriente.
Yo, era el Pollo. Cierto día de una semana cualquiera, después de la chamusca verpertina, el Checha me encontró comiendo dulces, en pantaloneta, con las piernas al desnudo, bien delgadas y me dijo que parecía puro pollo comiendo dulces y picoteando a diestra y siniestra. Desde ese momento, el Pollo me quedó clavado como que fuera mi propio nombre. Hasta mi familia lo asumió así y con cariño, me siguieron llamando por mi apodo y no por mi nombre. Nos llevábamos muy bien entre los conejos, los chuchos, los sapos, los pollos o animales de corral. Y a pesar que, como dicen, los chuchos no quieren ni a los conejos, ni a los pollos; que los pollos temen a los chuchos y a los conejos y que los sapos huyen cuando cualquiera de estos animales se les acercan, a nosotros sí nos gustaba estar juntos y hacer de la tarde un juego absoluto.
Sobresale uno de nuestros amigos, a quien la muerte también le ganó la carrera a la vida y se lo llevó volando a otro planeta. Jugaba muy bien al fútbol, hacía gambetas permanentes y buenos pases a profundidad: me refiero a la Petus (q.e.p.d.), también conocido como Leonisa o Petunia (novia del Porky de los comix). El Petus, siempre guapo y bien peinado, como una flor recién nacida, llegaba a la tienda de su familia llamada la Bodeguita, después de la chamusca, sudado de tanto correr y gambetear y despeinado de tanto cabecear la pelota, listo y dispuesto para volverse a acicalarse. Checha, llamado en su otra vida simplemente César, hoy vive en alguno de los estados de EUA. Cuando vivía en la colonia, por participar en una Huelga de Dolores, la fuerza pública lo detuvo y puso en el tambo.
También estaban los hermanos abogados, muy serios y llenos de discursos rimbombantes. Tenían una hermana que era la “Baby”, gran mujer. Siempre ayudaba al prójimo y estaba dispuesta a tender una mano a quien la necesitara. Luego estaba el Motorcito (q.e.p.d.), ya que jugaba bien al fútbol y corría y corría y corría y no se cansaba de correr. Al Motorcito se lo llevó el COVID a otra dimensión y hoy corre libre sobre una nube inocente. En aquellas jornadas de placer, sufrían los dueños de las casas y sus ventanas, ya que la pelota rompía vidrios y liberaba el sueño de los viejos tiempos, mientras las mujeres se entretenían jugando a ser felices. A muchos se los “barrió la pelona” demasiado pronto, me dijo el Ticuco. Yo quedé de contarlos y me suman siete los que ya nos dejaron: la Mole, Cushines, el Chancho, Coquitos, el Chucho menor, el Petus y el Motorcito. A todos los extrañamos mucho y de ellos solo guardamos buenos recuerdos. Siempre vamos a añorar aquellos tiempos que no volverán nunca más, porque se han convertido en pasado y ya nadie los puede revivir.
Las mujeres del grupo, las “Lelas” de la ciudad, no se escaparon de tener sus propios apodos.
La Sompopito de mayo, por el cuerpo tan fino que se manejaba. La Baby, siempre buena gente y dispuesta a ayudar. La Tica, en alusión a su belleza; la Lila, porque toda ella parecía una flor hermosa y de color tan único como las lilas. La Mole siempre la quiso mucho y nunca se lo dijo, para no darle cabida a la posibilidad de alejarla para siempre. Antes prefirió morir y llevarse el secreto a su tumba. La Chichí, porque su familia así la bautizó cuando le asignó un nombre; la Canchita siempre sensual y juguetona, hermana de los Chuchos.
Lo bueno es que con apodo o sin apodo, siempre seremos grandes amigos y hoy, todavía seguimos compartiendo nuestro presente y ayudándonos como hermanos. Mientras tanto, la ciudad de los apodos sigue vibrando y siendo conocida como ciudad Gótica o la ciudad de la Corrupción. Cada uno de sus funcionarios de gobierno tienen un apodo. Empezando por el Pingüino, pasando por el Guazón, el Acertijo, la Gatubela y tantos otros antihéroes. Su vida está creando permanentemente historias mágicas, relacionadas con truhanes y mafiosos y todos ellos se frotan las manos y se regocijan, mientras siguen robando en la gran ciudad.
El mayor villano de todos los villanos, el Pingüino, jefe de la Mafia de Guatemala lidera el Pacto de Corruptos. Todas y todos andan sueltos haciendo las fechorías que les da la gana; la mayoría de sus apodos, giran alrededor del robo y la corrupción. Vivimos en una típica ciudad Gótica, que en el futuro será recordada como una ciudad que fue presa del crimen organizado y mereció los apodos más crueles y despiadados. Pero todo mal encuentra el bien en algún momento.
Todo depende de la fuerza del pueblo y de su creatividad para alcanzar desafíos y arreglar entuertos. Entre apodos y acertijos, caminamos haciendo del presente, un mejor mundo para el buen vivir; haciendo del presente un momento para terminar con la enfermedad que está matando a la ciudad. Caminamos hacia el presente, buscando la igualdad y eliminando la desesperación que hoy nos domina, pero que también nos inspira para seguir luchando a favor del cambio social.