Por: Adam Franco
Ig: Buer.42
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Estudiante de doble carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales y de Relaciones Internacionales con especialidad en Analista de Política Internacional, ambas en la Universidad de San Carlos de Guatemala.

¡Atento! puede que usted lector se encuentre, al igual que muchos otros, encerrado en un ciclo sin fin, en un torbellino inagotable que condiciona nuestra libertad de razonar y actuar, y que colectivamente nos ha atrapado en una fútil disputa que nos aleja de las cosas verdaderamente importantes.

Aquello que nos limita, y que varía en razón de nuestro contexto, de nuestra personalidad o de nuestros deseos más reprimidos, no es más que nuestra crítica constante hacia aquello que percibimos, que conocemos y que entendemos (o no). Esa mentirosa aduladora que nos ofrece y a la vez no aquello que más anhelamos.

Criticar y señalar a los otros, a lo otro y a lo demás quizás sea para algunos connatural a nuestra propia esencia humana, y puede que eso sea verdad, pero ¿tiene realmente un fin por sí mismo? o ¿su valor radica en ser el medio con el cual visualizamos algo mejor?

Analicemos someramente esto: el criticar nos empodera para valorar o sentenciar algo, quizás sea por eso que lo tenemos tan arraigado, al igual que la protesta y el disgusto, porque se convirtió en nuestro método de defensa individual y social frente a la injusticia y lo incorrecto, a falta de mecanismos más eficientes o determinantes. De igual forma, nos ha servido como herramienta para contemplar mejor aquello que perdemos entre el abrumo de los pensamientos fugaces y de nuestras propias pendencias. Sea como sea, podríamos concluir que su fin inmaculado sí busca ser positivo, ya sea para otros o para el sí propio.

Ahora bien, al ser una acción y una actitud propia de la voluntad, se ha visto corrompida por el vicio, lo que nos ha colocado en una posición donde hemos ignorado u olvidado su porqué. ¿Lo hacemos porque en serio queremos algo mejor? ¿O sólo porque no tenemos nada mejor que hacer?

Esto es importante porque creemos erróneamente que, cualquier crítica que hagamos, buena o mala, sagaz o ignorante, nos llevará inevitablemente a nuestro objetivo, lo cual está lejos de la realidad. La crítica no siempre genera crecimiento, he ahí la razón del porqué tenemos que evitar el criticismo revestido de oquedad.

Lamentablemente, aún si logramos identificar los errores en nuestra crítica, existe una ciega y pueril convicción que nos impulsa a seguir haciéndolo de forma viciada, sobre todo en ámbitos políticos e ideológicos: el apego por la posesión de una superioridad intelectual o moral.

Esto sucede porque cada vez que criticamos en realidad ya no queremos resolver la situación, sino sólo demostrar que podríamos hacerlo si quisiéramos. Creemos que lo haríamos todo de mejor forma, aunque nos involucremos poco o nada en acciones generadoras de cambio; y esto sucede porque gustamos de la satisfacción de saber que nuestra superioridad moral podría resolver los problemas existentes. Esto es, un placebo con el que enaltecemos nuestro valor individual o colectivo.

En el fondo cada uno sabe que su crítica no es un análisis extraordinario de los fenómenos ni un diagnóstico redentor, sino más bien un ritual hedonista de exaltación del propio yo. ¿Cuántas veces la comodidad de la crítica nos habrá apartado de lo verdaderamente importante? ¿cuántas veces la crítica animosa habrá muerto en una simple y vana introyección? Es entonces que, cuando vemos que nuestra “entendida” crítica no ha generado ningún cambio en la realidad, nos frustra, nos ofusca y nos malogra.

Es por ello que cada uno tiene el deber consigo mismo de descubrir el sentido de su crítica, qué reflejamos y qué buscamos exponer con la misma, y esta no es una respuesta que pueda generalizarse, aunque parezca que sí. Quizás en el proceso nos topemos con verdades profundas dentro de nuestro ser, que nos incomoden y nos drenen agresivamente, lo cual puede ser complicado de afrontar; pero esto no debe ser motivo de contriste, sino de gozo por nuestro fortalecimiento interno, convencidos de que es la guía para una existencia más libre y exultante.

Debemos de abandonar la comodidad de pensar que nuestro mejor aporte a la sociedad es tener una moral “correcta”, y para ello necesitamos más que nunca valentía y convicción, tanto individual como colectiva.

De la voluntad nace el cambio, quizás este sea el momento para enfrentarse a su más recóndita verdad, si usted así lo desea.

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