Por Adam Franco
Estudiante de doble carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales y de Relaciones Internacionales con especialidad en Analista de Política Internacional, ambas en la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Ig: Buer.42
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Pasan los días, pasan las horas, salen encuestas, sondeos y las opiniones de toda índole se hacen ver, exponiendo los temidos resultados preliminares sobre lo que (quizás) sucedería si se hiciesen las elecciones el día de hoy. Y, aunque muy poco de este contenido es genuinamente representativo, se ha convertido en el detonante de una impresión generalizada que se agudiza cada vez más en cada proceso electoral.
Desde hace ya varios años, el guatemalteco atraviesa un trauma político que condiciona su actitud frente a cualquier oportunidad de cambio que se le presenta. Un trauma crónico, resultado de las malas experiencias que ha tenido eligiendo su futuro (casi siempre como consecuencia de elegir bajo el sentimentalismo de la esperanza), y que se ha ido consolidando conforme se da cuenta de que no sólo ha sido engañado una vez más, sino que también ha profundizado los problemas que estaba tratando de evitar.
¿Cómo se identifica a alguien que atraviesa un trauma? Muchos terapeutas estarían de acuerdo con decir que algunos de los síntomas más comunes son: mayor sensibilidad ante circunstancias amenazantes, mayor irritabilidad, y un sentimiento de incapacidad para manejar las aflicciones. Quizás, en el caso de nuestros síntomas colectivos propios de la época, podríamos agregar el detrimento de la prudencia y la razón, la neurosis y la pérdida axiológica de nuestro deber cívico.
Pero ¿cómo se le podría pedir prudencia y razón al ser que vive de las emociones? Sobre todo, en una situación en la que la mejor retórica y sofística se convierte en el atributo definitivo que deben poseer quienes quieren hacerse de la autoridad. Pues, justamente la carencia de esas cualidades son las que han condicionado nuestro presente.
Partir de emociones nos conlleva a emociones (sean estas mejores o peores que las iniciales), y partir de razones nos induce a buscar más razones. Sin embargo, cuando nuestras emociones han condicionado tanto nuestro actuar, construye creencias destructivas sobre nuestra realidad que poco nos sirven para construir mejoras o tan siquiera para volver a la razón.
Estas creencias destructivas, fruto de nuestro trauma no resuelto, nos ha llevado a sobrellevar un gran malestar frente a todo aquello que tenga que ver con política, a evitar formar parte de esta para no verse “manchado” o malintencionado, y a mirar con recelo a todo aquel que, ya sea por ignorancia o por perfidia, esté procurando la prolongación de nuestra herida.
Resulta un reto gigantesco -dantesco- el regresar a buscar un pensamiento y un actuar colectivo consciente que nos procure un cambio positivo en los años venideros, sobre todo porque, erróneamente, nos hemos enfocado en ahuyentar a aquellos personajes que se asemejan a quienes nos han hecho daño en los últimos años (como aquella máxima, tan sabia como ubicua que dice que cuanto más queremos echar de nuestra cabeza un pensamiento, más presente está) en vez de estar enfocándonos en quienes pueden ser verdaderas oportunidades de cambio.
Por ello, nuestro objetivo frente al bombardeo de información tendenciosa y malintencionada relacionada a las elecciones no debe ser darle el mayor de los enfoques y señalar su desacierto, sino esforzarnos por cambiar nuestro tipo de pensamiento.
Dejar de lado las ideas de que las elecciones no son ni serán efectivas, de que toda la información que recibimos está construida para que la corrupción se siga manteniendo como pilar fundamental del sistema otros 4 años más; y empezar a considerar que, si bien jugamos en un campo mancillado, aún se nos está dando la oportunidad de luchar (con notables injusticias, sí) por el cambio que queremos lograr.
El trauma es evidente, y enorme reto resulta apearse de tan arraigados síntomas, sobre todo cuando no se nos dan las condiciones adecuadas; pero justamente por ello es que se convierte en obligación el encarar el drama de la decisión conjunta con la mayor determinación, para no ser causa de condiciones peores de aquí a cuatro años.
No dejemos que nuestra mala experiencia nos empuje a seguir teniendo malas decisiones; usémosla con sensatez y demostremos que cada cuatro años venimos más preparados, y no más temerosos.