Adriana Casasola
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Antropóloga
“¡Cuidado, cuidado con poner etiquetas!” Recibí esta advertencia hace no mucho, acompañada de un dedo apuntando al cielo en tono enfático (¿o acusador?), en un espacio de diálogo en el que se discutían las mejores estrategias para sacar adelante a este país. Y claro, una pensaría que sería tan sencillo como halar el carro entre todos y caminar en línea recta. El problema radica en que hay muchos carros y muchos caminos, la mayoría sin pavimentar o llenos de baches como las mismas carreteras del país; y el diálogo discurre, inevitablemente, en apasionados debates como duelos con espadas donde las armas se componen de un sofisticado léxico y el ondear de resultados de investigaciones y estadísticas con firmes posturas ideológicas. Claro está, estos duelos político-académicos suelen dejar más egos agrandados por la aprobación del público ante la disertación de elaborados argumentos, que verdaderas soluciones prácticas para la transformación de la realidad.
Por favor, estimados lectores, no me malinterpreten. Yo soy ávida partidaria de la generación del diálogo, y aún más ávida de la apertura del debate -quienes me conocen pueden afirmarlo-. Es por eso que vengo a plasmar aquí ese debate que quedó inconcluso para mí desde aquel “¡cuidado con las etiquetas!”. Pero ¿de dónde partió aquel acalorado aviso? De mi afirmación sobre cómo la condición social -y hago énfasis en social como constructo-, hace que las realidades nos atraviesen diferente de acuerdo a los grupos y subgrupos que constituyen nuestra identidad: género, etnicidad, grupo etario, orientación sexual, clase social… Afirmo que somos diferentes, y que estas diferencias representan material, política, cultural y socialmente retos distintos al enfrentarse los sujetos a situaciones similares. Lo afirmé, y lo afirmo aún, porque al discutir el tema del conglomerado social civil y su participación política, las luchas y las demandas que se alzan desde estos distintos grupos son estructural e históricamente distintas, y si bien todas convergen en la máxima del reconocimiento de sus derechos humanos, a cada cual lo atraviesan experiencias sustancialmente únicas de acuerdo a su posición percibida en y por la sociedad.
Pero, ¡oh sorpresa! Nómbrese algo así y no tardará aquel que, procurando ser políticamente correcto, le tema a “las etiquetas”. “No”, me dijeron, “solo porque alguien sea hombre será diferente de las mujeres y se verá excluido o incapaz de apoyar sus luchas y demandas; o, ser ladino no tiene por qué dejarte sin opinión respecto a las temáticas racistas…” Todos hemos escuchado -o dicho- algo así alguna vez, más o menos elaborado. Sin embargo, me parece que este argumento refleja un no querer escuchar, un impulso casi instintivo de protección ante el maquiavélico fantasma del “divide y vencerás”. Esta reacción solo puede llevar a la malinterpretación de un mensaje mucho más complejo, así como a un discurso populista homogeneizarte que, lejos de ayudar, agrava los problemas.
Por eso yo les advierto: ¡Cuidado con el temor a nombrar las diferencias! No hay que satanizar esta necesaria práctica con el término “etiquetar”. Nombren, nómbrense, nombrémonos; y sepamos discernir desde qué lugares -internos y externos, individuales y colectivos- podemos luchar para resocializar nuestra sociedad, y así también nuestra política. Cuando nombro lo que es, lo visibilizo. Visibilizar es materializar y ceder el espacio para que aquellas otredades se sepan ahora reconocidas. Reconocer al otro como tal no me priva de ser su aliado, sino que me permite serlo de manera consciente y responsable, porque entiendo que los problemas sociales nos atraviesan el cuerpo de formas diversas y, que, desde esa vivencia encarnada en cuerpo y psique, se construye una experiencia colectiva transgeneracional fundamentalmente distinta de un grupo a otro. Nombrar las diferencias es poner atención a las heridas de la exclusión, explotación y discriminación históricas, y solo así es posible encontrar las intersecciones desde las que se pueden luchar juntos. No se trata de dividir y vencer, se trata de fortalecerse en la riqueza de la diversidad y la empatía cultivada en la otredad.