Jóvenes por la Transparencia

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Raúl del Valle

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A lo largo de la historia se ha repetido que la niñez representa inocencia, ternura, sueños de la humanidad que nos caracterizan. La niñez es una de las etapas más importantes para el desarrollo de cualquier individuo, en la que requiere de mayor protección, guía e instrucción para que al llegar a la transición entre adolescencia y adultez, se pueda convertir en un integrante productivo de la sociedad.

Sin embargo, por estos mismos elementos, la cultura colectiva tiende a etiquetar erróneamente al niño o niña de no ser autosuficiente, de no tener criterio propio y de ser dependiente del juicio de los adultos a su cargo. Esta malinterpretación de las características de la niñez, luego se ve agravada por los sistemas educativos deficientes, inaccesibles, anticuados y rígidos, o como se diría en el lenguaje coloquial de Guatemala, sistemas educativos “cuadrados”.

Los valores no se los enseña un adulto a un niño, se forjan en el carácter del niño a partir de la vida en la que se puede desarrollar. Por eso creo que el mayor crimen que se puede cometer con un niño es cortarle las alas a la imaginación y tratar de encajarlo en un molde, en un patrón aprendido, originado muchas veces de malas crianzas, abusos y castigos.

Toda esa inocencia, ternura y potencial se ven desperdiciados al introducir a la niñez en una educación que, en vez de promover su creatividad, la anula, Lo pretende convertir en una especie de robot o semihumano automatizado, que hace caso a todas las órdenes que le dan, lo que hace que posteriormente se convierta en un adulto frustrado sometido a la dinámica que el statu quo del país que habita le impone.

De dicha cuenta, tal cual balde de agua fría, me abrió los ojos sobre el título de este pequeño enunciado que se convirtió en el título de la presente columna que hoy tengo el honor de compartir con ustedes: Los niños son el mejor maestro. Para ser muy honesto con usted estimada lectora y estimado lector, no había caído en la cuenta que las lecciones más importantes que he tenido en mi vida, y las más duras también, han sido mayormente impartidas por maestros en su materia, por personas que nacieron con el doctorado en todas las ciencias bajo el brazo, así es: niños y niñas que, sin saberlo, han dejado grandes aprendizajes en mi vida.

Ya sea niños de mi círculo cercano como mi familia, sobrinos o primos, hijos e hijas de amistades o niños con los que he podido compartir diferentes entornos en los que he estado. Todos y cada uno de ellos han dejado huella, incluso a veces sin pronunciar una sola palabra. Cuando un niño imparte cátedra, lo hace desde la manera en la que sueña, porque su corazón no se ha contaminado de toda la maldad que habita este mundo. Ven con ojos de amor a su familia, a sus amigos, a los animales, a la naturaleza y a la vida en sí misma.

Un niño es capaz de dar verdaderas lecciones de humildad a cualquier adulto, porque este no discrimina y juega con quien sea, con lo que sea, de lo que sea, lo importante es jugar. Pablo Neruda expresaba que el niño que no juega no es niño, pero el adulto que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él, y que le hará mucha falta. Si tan solo pudiéramos jugar sin esos estigmas que nos hacen sentir en posiciones de privilegio cuando son burdos espejismos, sin menospreciar el valor de los demás, enfocándonos en disfrutar del breve recorrido que nuestra presencia en este mundo, el mundo mismo sería otra situación diferente a la actual.

Pero más allá de los escenarios utópicos, irreales o de fantasía, viviendo en la actual Guatemala ¿podemos realmente soñar? Aún en Guatemala, la niñez parece seguir soñando y es muy duro aprender que, a pesar de las adversidades, los niños y niñas quieren seguir viviendo aquí. No les podemos desear un “Feliz Día del Niño” este próximo 1 de octubre porque, siendo honestos, felicidades es lo que menos promete el panorama de un país con índices alarmantes de desnutrición infantil, escasa oportunidad escolar, inseguridad y corrupción. Todos fuimos niños alguna vez, pero a algunos se les olvida que lo fueron. Ojalá un niño pudiera dirigir el país, porque este no vería con perversión la posibilidad de apropiarse ilícitamente ni de beneficiar a otros por debajo de la mesa.

Espero no ofender la profesión de los maestros y docentes, que si no fuera por tiranos sindicales podrían ejercer profesionalmente con libertad, pero siento de corazón tal cual lo pronunció el dramaturgo Jacinto Benavente, que: “en cada niño y niña nace la humanidad”.

Prestemos atención a las lecciones que nos dan estos maestros de la vida, sigamos aprendiendo, y deseo que algún día todos tengamos la oportunidad de volver a ser niños.

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