La decisión de Bukele de anunciar su postulación para reelegirse como Presidente de la República, disponiendo de un sólido respaldo popular, genera debates por el hecho de que la Constitución de su país (y la nuestra) prohíbe la reelección como resultado de una historia llena de dictaduras. En muchos países la reelección es permitida y hay gobernantes democráticos que se reeligen una y otra vez gracias a la opinión favorable que de ellos tienen los pueblos, pero el recuerdo de los Ubico o los Martínez, para citar a dos figuras cimeras de la tiranía en Guatemala y El Salvador, hizo que los constituyentes dispusieran esa limitación.
Pero en el fondo el tema es cuánto peso tiene realmente nuestro orden constitucional en la vida cotidiana y qué tan fácil o difícil es jugarle la vuelta. En el caso de Guatemala todo queda, al fin de cuentas, en manos de la Corte de Constitucionalidad que, en todo caso, no tiene el poder para obligar al acatamiento de sus resoluciones. Baste ver lo que ha ocurrido con la integración de uno de los poderes del Estado, el Judicial, que tendría que ser ejemplo del acatamiento absoluto de la normativa legal y, sobre todo, de las disposiciones de la Constitución de la República.
Los actuales magistrados, que fueron electos tras un proceso que se evidenció como sucio por las negociaciones espurias entre quienes en esa época se sentían candidatos presidenciales, Baldizón y Sinibaldi, terminaron su período hace casi tres años. Para ser exactos, el 13 de octubre del 2022 se cumplirán esos tres años y tanto los integrantes de las Salas de Apelaciones como los de la Corte Suprema de Justicia vienen operando sin sustento legal porque, como digo, su período venció hace ya demasiado tiempo. Y el Congreso, obligado a hacer la elección, viene incluyendo la misma en todas las agendas de sesión, sin que a la hora de entrar a conocer el punto haya ya quórum suficiente para elegir a los nuevos administradores de justicia.
Los tres poderes del Estado son igualmente importantes y su obligación de cumplir con la Constitución resulta ineludible. No hay circunstancias atenuantes que puedan diluir esa responsabilidad y, sin embargo, vemos que los llamados a hacer que se respete la ley son los primeros que se la pasan por el arco del triunfo. No puede ser que un país viva como si nada con sus autoridades judiciales operando aunque su mandato haya terminado hace ya tres años.
Y lo peor es que todos lo vemos ya como algo normal y resulta que hasta tenemos que acatar las disposiciones de un Sistema de Justicia que ya no tiene la autoridad legal ni moral. Y por eso digo que aquí la Constitución vale madre, sobre todo ahora que ya se concretó hasta el control de esa mayor instancia que se mantuvo con alguna independencia, la Corte de Constitucionalidad, que fue de las últimas piezas que terminó controlando la dictadura de la corrupción y que ahora es un útil peón de sus dictados.
El Congreso y los magistrados se ríen de la Constitución y los ciudadanos ni chistamos ante tan burdo y descarado abuso.