Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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La ofensiva contra las maras dispuesta por el gobierno salvadoreño se convierte en un tema de enorme importancia no sólo por lo que significa la existencia de esas peligrosas pandillas que hacen tanto daño a la población, sino por la forma en que se dispuso enfrentarlas y las acciones que, siguiendo instrucciones de la presidencia, marcó el poder legislativo de El Salvador que modificó el Código Penal para facilitar la acción dispuesta por el presidente Bukele y que ha recibido el aplauso de mucha gente que considera que “al fin se está haciendo algo ante ese grave problema”, pero ha despertado preocupaciones en otros sectores por la ausencia de elementales requisitos para garantizar el debido proceso.

Históricamente siempre ha existido la tentación de enfrentar los problemas de grupos violentos por la vía de la represión directa y en algunos casos, como ha sucedido en Guatemala, hasta se aceptó que ante la falta de respuesta institucional frente a la criminalidad, por deficiencias en la investigación y en la administración de justicia, se recurriera a la llamada limpieza social que, como pasa ahora en El Salvador, fue aplaudida por mucha gente a pesar de que esa falta de un debido proceso significaba que justos pudieran pagar por pecadores.

Por supuesto que las sociedades se exasperan ante la impunidad con que actúan los criminales y por ello terminan aplaudiendo aún las acciones extremas que alguien decida tomar. El simple hecho de que no haga falta individualizar órdenes de captura sino que se lleve a prisión a todo el que parezca marero significa que algunos que no son miembros de pandillas puedan terminar en la cárcel sin oportunidad de defensa porque no existe, tras la detención, un proceso judicial en el que se puedan hacer valer derechos. Y si a ello sumamos que se puede capturar a cualquiera y que el gobierno puede decidir cómo tratar a los prisioneros, para sentar duros precedentes, el tema se vuelve complicado desde el punto de vista de cómo se determina que todos los que han sido objeto de captura realmente pertenecen a una pandilla.

Se aumentaron las penas pero se eliminaron también procedimientos ordinarios para realizar los procesos y quien caiga en manos de las autoridades será refundido en una prisión donde no tendrá ni donde dormir y en la que, según afirmación del gobierno, hasta se le puede suprimir la comida.

En nuestro caso la limpieza social fue no sólo aplaudida por muchos sino que prominentes figuras ajenas al sector público contribuyeron creando grupos que se encargaban de eliminar a los que fueran o parecieran delincuentes. Yo recuerdo cuando se produjo una ola de asaltos en casas de descanso en el lago de Amatitlán, por el lado de Villa Canales, se montó un operativo de ejecución extrajudicial en el que murieron muchos que fueron señalados como asaltantes, pero no todos los ejecutados lo eran y aunque eso significó el fin de los atracos violentos a los chalets, produjo la muerte de personas totalmente inocentes.

El Estado tiene que fortalecer su Estado de Derecho para actuar contra los delincuentes de todo tipo, pero eso no significa el recurrir a la represión brutal que, además, pone en riesgo a personas inocentes.

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