Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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A partir de 1974 se estableció en Guatemala una dictadura bajo el disfraz de democracia porque cada cuatro años, en elecciones fraudulentas, los que controlaban el poder ponían a un nuevo Presidente y no era, como en tiempos de Estrada Cabrera o de Ubico, una tiranía unipersonal, aunque se garantizaba mediante el control absoluto de todos los poderes del Estado. En 1982 se produjo otro fraude electoral que provocó reacciones entre la población y los líderes políticos, pero especialmente entre la oficialidad joven del Ejército que sabía perfectamente cómo funcionaba la cadena de mando y el contubernio existente para mantener el poder bajo el más absoluto control.

Fueron esos jóvenes quienes el 23 de marzo de ese año se alzaron contra sus jefes y derrocaron al gobierno de Romeo Lucas García e impidieron el ascenso al poder del también general Ángel Aníbal Guevara quien había sido “electo” de conformidad con las prácticas que ya se habían vuelto costumbre en Guatemala. Se vivían tiempos difíciles por el Conflicto Armado Interno que era el principal factor de unidad dentro de las fuerzas armadas, pero esa juventud militar entendió que la persistencia de la dictadura era un factor que incrementaba el nivel de confrontación en vez de disminuirlo y que, además, daba armas para la propaganda de los opositores al sistema.

El gobierno se derrumbó fácilmente y los jóvenes elementos del Ejército se toparon con que tenían el poder en las manos pero no tenían a las figuras capaces de dirigir los destinos del país y a algunos se les ocurrió llamar al veterano militar Efraín Ríos Montt, quien había sido víctima del fraude en 1974 frente a Kjell Laugerud, para que asumiera el poder que se le había negado en aquella oportunidad cuando había ganado las elecciones.

Ese error costó muy caro al movimiento de los jóvenes militares y al país porque Ríos Montt no llegó con la intención de enderezar las cosas sino de hacerse del poder para sí y, de paso, realizar una labor de proselitismo religioso que incrementara el protestantismo en el país, no obstante que él había sido ferviente católico hasta su metamorfosis luego de haberse ido a España tras el robo del que fue víctima.

Lo que el país necesitaba fue lo que luego intentó Mejía Víctores cuando convocó a una Constituyente que intentó, sin éxito por lo que ahora vemos, construir un modelo democrático en el que ya no se dieran los manoseos electorales que se habían repetido ya una y otra vez. Ríos Montt cobró venganza por lo que le había pasado en el 74 pero no movió un dedo seriamente para crear y fortalecer una democracia y concentró todo el poder, marginando a los mismos oficiales jóvenes que se lo habían servido en bandeja.

Pero lo que no se puede negar fue el ejemplo que a sus propios jefes les dieron esos oficiales jóvenes de aquella época, quienes dieron un paso al frente hartos de la situación del país y de la forma en que su institución, el Ejército, había sido comprometida por los pactos con sectores acomodados en esa continuidad.

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