El deterioro de la autoridad electoral desde 1985 para nuestros días ha sido paulatino pero consistente, hasta este período en el que de una vez por todas se abandonó todo signo de recato y se escogieron magistrados específicamente comprometidos para ser los diligentes y celosos guardianes del sistema. El Tribunal Supremo Electoral no moverá un dedo para modificar nada en la Ley Electoral y seguirán apoyando la elección de diputados por listados propuestos por los partidos políticos, pero además van a jugar un papel clave en la autorización o rechazo de diferentes planillas, no sólo de representantes al Congreso, sino para las candidaturas a Presidente y Vicepresidente de la República.
Nadie puede ser tan ingenuo como para pensar que en este mar de corrupción se puede esperar una elección transparente. El TSE actual fue integrado para ser la garantía de que si algo falla y se produjera alguna sorpresa, la misma sea sepultada por la vía de un burdo fraude que, por lo visto hasta hoy, a la población le terminará viniendo del norte como le ha ocurrido con el descarado comportamiento de autoridades que roban a las claras, sin cuidarse ya de guardar apariencias y que luego, con total desfachatez, le piden a la población que le dé vuelta a la página y no siga pensando en esas cochinadas, por asquerosas que puedan haber sido.
No van a cancelar a ningún partido político de los que hay actualmente, aunque sean instrumentos de financiamiento ilícito o, peor aún, el mecanismo que utiliza el narcotráfico para tener poderosa presencia en las instituciones tanto a nivel local como en el nivel nacional. No van a sancionar a ninguno de los que son parte del sistema actual, por obvias y evidentes que sean las razones para el castigo, puesto que fueron puestos para servir eficientemente al pacto que generó la Dictadura de la Corrupción y, en cambio, aquellos que puedan representar algún riesgo serán escudriñados ferozmente y cualquier candidato que pudiera surgir contra el sistema, verá cómo le niegan su inscripción, a sabiendas de que cualquier acción de amparo tendría que ir a la cooptada Corte de Constitucionalidad.
En otras palabras, el sueño de que por la vía electoral podamos enfrentar al Pacto de Corruptos se desvanece cuando uno ve cómo opera el actual Tribunal Supremo Electoral, ese mismo que descaradamente se presta para reuniones secretas en las que reciben instrucciones sobre cómo deben ir operando para ser columna vertebral del sistema político que es generador del modelo de la corrupción.
¿Quién diablos podrá juzgar la falsificación de título de uno de los magistrados, no obstante que la misma Universidad que extendió el doctorado ha reconocido el fraude? Ese magistrado, con todo y lo que no se puede ocultar, será figura clave en el proceso y su voto será decisivo cuando tengan que parquear a alguien o darle luz verde a cualquier sinvergüenza debidamente apalabrado.
Lejos, muy lejos, están aquellos tiempos en los que un Arturo Herbruger o un Mario Roberto Guerra Roldán, para citar apenas a dos muy notorios, eran garantía de decencia y total honestidad. A los innombrables de hoy, sin embargo, se les debe reconocer su diligencia para ser celosos guardianes de la podredumbre.