En el 2015 se había producido un giro importante en la historia del país puesto que por vez primera desde la falsa Independencia, cuyo bicentenario algunos celebran, se dispuso aplicar la ley aún a los más poderosos políticos, enviando un mensaje en contra de la eterna impunidad que hemos arrastrado como consecuencia de aquella acción de 1821 que se tomó, precisamente, para evitar que el pueblo fuera quien se declaraba independiente. Y desde entonces el poderoso había estado protegido por el manto de la impunidad lo que nos fue enseñando, como pueblo, que aquí la ley no importa, no digamos los valores y principios. Si magistrados y fiscales pueden falsear títulos y doctorados, ¿qué podemos esperar del ciudadano común y corriente al que le cuesta hasta respetar las elementales leyes de tránsito?
Ese experimento, aplaudido rabiosamente en la plaza cuando los sindicados eran políticos, se empezó a evaporar cuando los herederos de los llamados próceres también fueron sindicados y entonces se armó Troya porque este país no está hecho para que a algunos se les aplique la ley. La CICIG, causante de ese arrebato contra la impunidad, tuvo que salir con la cola entre las piernas, expulsada por un gobierno que estableció el Pacto de Corruptos que involucra a políticos, funcionarios y particulares que velan nada más por el derecho de su nariz.
Y por eso hemos vuelto a la “normalidad” de Guatemala, es decir, a vivir sin que se tenga que tener el menor miedo a la aplicación de la ley. Una normalidad que, por ejemplo, hace que desde hace muchos años los magistrados suplentes de la Corte de Constitucionalidad usen su cargo para traficar influencias en el ejercicio de su profesión que les está permitido. Larga es la historia de los suplentes que han manoseado su cargo y poder para asegurar impunidad a sus clientes.
Un país no puede prosperar cuando está tan entregado a la corrupción y la corrupción no cesará mientras haya tanta impunidad. Y eso marca un trágico destino para el nuestro porque, desgraciadamente, se ha logrado perfeccionar el modelo que se implantó desde 1821 para que el pueblo no pueda abrir la boca y tenga que aceptar lo que disponen unos pocos que saben mover la melcocha. Eso ha hecho que la gente, en general, se vaya adaptando a vivir en un país sin ley y sin reglas, lo que se evidencia ahora cuando una crisis sanitaria de grandes proporciones nos debiera obligar a actuar en marco de prudencia y respeto mutuo y vemos que cada quien se siente orgulloso de hacer lo que le da la gana. Desde robarse el dinero de las vacunas hasta hacer parrandas y jolgorio que agravan el nivel de contagios.
Pero no podemos pedir al Ministerio Público que investigue a magistrados que falsean títulos si la titular de esa crucial dependencia ha sido evidenciada por plagio al elaborar la tesis de graduación. Y ello es apenas uno de los muchos eslabones de la larga cadena de la impunidad existente en el país.
Nada malo sería que 200 años más tarde, este pueblo despertara y reclamara lo que no le dejaron hacer los “próceres”. Esa sí que sería una buena celebración del bicentenario.