Guatemala 23 de julio de 1985
Don Mario Alberto Carrera
Ciudad
Ilustre don Mario Alberto:
Durante los largos años de ex presidencia que he vivido, me ha tocado sortear las más variadas alternancias en lo que se refiere a opiniones emitidas acerca de la obra política cumplida en Guatemala durante el período comprendido entre 1945 y 1951. Y la serie va desde el aplauso frenético hasta el vituperio venenoso: fanáticos los unos, obcecados los otros. Pero nunca quise detenerme para agradecer a aquellos ni para disuadir al adversario o discutir con él. He abrigado la idea de que es normal que en la diversidad de posiciones que suelen adoptarse en política, los unos actúen de manera diversa o contradictoria con respecto al proceder de los otros. Quizá un fondo de orgullo personal, de suficiencia, pues siempre me he considerado un buen actor en la cosa pública, poseedor de algunos méritos plausibles y portador de no pocas deficiencias o fallas connaturales a nuestra condición de seres humanos. Justificar el aplauso o ridiculizar el reproche no me han quitado el tiempo.
Pero esta flema sostenida por tantos años se rompe ahora ante la explosión laudatoria que contiene su artículo del lunes 22 –ayer- aparecido en El Gráfico. Guardar silencio sería esta vez indicio de culposa aprobación del arrebato cordialísimo que lo inspiró.
Tengo por la personalidad intelectual de Usted un inmenso respeto; he leído mucho de lo que usted publica; admiro su erudición en materia literaria y filosófica; severo y justo en sus apreciaciones; moderno en sus puntos de vista sobre lo social y lo político. Su figura se me ha impuesto desde varios años atrás y le estoy muy agradecido por algunos elogios dispensados circunstancialmente a mi obra política.
Pero yo no esperaba el alud exaltativo de este lunes. Leyéndolo me he quedado perplejo, anonadado. Si ante el discurso del Dr. Paz Barnica, el viernes anterior, yo dije que él aludía a un Arévalo idealizado, ésta vez, ante el escrito de Usted, debo cambiar de postura porque me veo más bien en mi carne y en mis huesos, más cerca del lector, pero visto con ojos de suprema generosidad. Un Arévalo en sus ochenta años erecto; un Arévalo evasivo de la política y entregado a sus modestos e improductivos quehaceres de escritorio; un Arévalo pobre que se enorgullece de serlo. Y como culminación de esos elementos humanos, crudamente humanos, un Arévalo aplaudido y elevado a un rango estimativo supremo. Pero… que jamás haya habido en Guatemala un Presidente como yo: allí me invade el shock por el cual me derrumbo y ya no sigo acompañándolo. Porque no debemos olvidar a grandes gobernantes del siglo pasado entre los cuales los hubo inimitables. Recordemos nada más a Mariano Gálvez y a Justo Rufino Barrios ante cuya obra positiva y doctrinaria me descubro humildemente.
Todo esto queda dicho dentro de un fondo de gratitud. Mi disidencia quiere buscar un acomodo a la realidad, si bien no alcanzo a reprocharlo por sus afirmaciones que suponen un fondo de saber histórico. Caminando en la búsqueda de un entendimiento nos correspondería reconstruir la gran época, las contraposiciones morales, las reyertas oratorias, el derroche de fuego y el alarde armamentista, el juego de valores culturales, el resplandor ideológico que iluminaba a las generaciones de mediados de siglo. Y entonces se perfilaría la real estatura de cada uno de los actores en la escena bélica y en la postguerra. Yo, sin duda, resulté favorecido por circunstancias coyunturales de notable excepción. Si mi contribución personal dentro de aquel drama nacional e internacional resultó exitosa pueda que se deba al hecho de que yo supe interpretar las ansias populares y me dispuse a servirlas.
Termina su artículo con una honrosa y penosa alusión a desventuras políticas de su familia (su padre). Ojalá tengamos oportunidad de conversar cómodamente sobre aquellos sucesos. Yo no recuerdo haber dedicado mi tiempo de gobernante a perseguir familias (su padre). En Guatemala siempre los subalternos siempre han hecho uso de una cómoda excusa: “son órdenes del Señor Presidente”. Ojalá llegáramos a comprobar que yo nunca las di en contra de su padre.
Reciba estas líneas don Mario Alberto como un comienzo de aproximación afectiva de dos trabajadores de la cultura obstinados –a pesar de su distancia generacional- en alcanzar para Guatemala y para Centroamérica situaciones espirituales del más alto nivel.
Un apretón de manos:
J José Arévalo.
Continuará en una segunda y última carta.