Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Para entender “lo político”, las ideas políticas de Arévalo y las contradicciones político-sociales que se dieron durante su gobierno -y que venían desde muy atrás- es preciso esclarecer las siguientes cuestiones si queremos tener un acercamiento a las ideas y a los pasos políticos de Arévalo y el arevalismo –antes y después de su mandato– sin eludir el tema de la muerte –en el puente de La Gloria– del coronel Francisco Javier Arana porque –como todos– Arévalo evolucionó, tuvo grandes méritos y tal vez no pocos pecados y esto hay que reconocerlo si nuestra moral no es demasiado complaciente. Analicemos:

Brevemente, ¿qué, cómo y por qué ocurrió la Revolución de Octubre, también llamada Revolución de 1944?

Catorce años duró la dictadura del despótico general  Jorge Ubico Castañeda (de 1930 a 1944). Todo era silencio, control estatal, ausencia completa de libertad y derechos humanos, no digamos en el de la expresión. Había en cambio una gran tranquilidad y seguridad a partir del terror que inspiraba el autócrata, que como un nuevo Luis XIV mandaba como poderes absolutos, ponía y quitaba a los miembros del Congreso y elegía –él mismo– a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y del poder judicial disfrazando su elección de sainete bien diseñado.

El indígena era “trabajador obligado” que por mandato legítimo o legal servía gratuitamente determinado número de días de la semana o del mes –como una forma de pagar impuestos– en la construcción de carreteras y tenía la obligación de obedecer –sin chistar– cuando se le ordenaba  trasladarse y trabajar en una finca o en otra –de este o aquel hacendado– una forma discreta de la antigua encomienda colonial. No tenía derecho a libre locomoción –como se garantiza hoy día– pero para intentar trasladarse al Norte.

Al llegar al poder –Juan José Arévalo Bermejo– el indígena dejó de ser trabajador obligado para convertirse en libre laborante, gran conquista de las nuevas autoridades legislativas, del Dr. Arévalo y de “su” Código del Trabajo. Pero pocas cosas cambiaron en el fondo para el indígena-campesino-ladino. Dejó de ser “trabajador obligado” encomendero, pero en los demás rasgos de su relación laboral poco cambió. Siguió siendo parte de la misma inmensa masa olvidada y apartada. Acaso porque aunque recordemos que Arévalo Bermejo era hijo de campesinos, estos eran de clase media: el sector socioeconómico del que provenía por lo tanto era otro del propiamente rural, alejado de una endopatía sanguínea. Acaso en esta posición no pudo sentir la tragedia indígena de tantos siglos. Lo suyo –lo de Arévalo– fue remodernizar a Guatemala.

Ubico era el “Tata-Presidente”, como le decían los indígenas cuando recibían su “real” visita –en caseríos y aldeas– desde la Harley Davidson estruendosa que irrumpía por las polvorientas carreteras en sustitución del caballo del conquistador según nos lo cuenta Federico Hernández de León en “Viajes presidenciales”. Para los mestizos o criollos de clase media o alta era “Don Jorge” o “El General”, un señor ante el que uno tenía que mantener la vista baja y no subir el tono de vos ni intentar imponer los puntos de vista propios. Él era dueño de vidas y haciendas, como tan bien documentado nos lo deja asimismo: Carlos Samayoa Chinchilla en “El dictador y yo”, una narración bastante similar a “El señor Presidente” de Asturias, sin el encaje de jitanjáforas y metáforas audaces y cambiando de dictador. El de Asturias es Manuel Estrada Cabrera y el de Samayoa Chinchilla Jorge Ubico Castañeda. De paso y para hacerle honor a un escritor casi desconocido ya en nuestro medio, Samayoa fue autor de un excelente libros de relatos: “Madre milpa” y se casó con la escritora Claudia Lars, máxima figura de la lírica salvadoreña.

Continuará.

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