Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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De Taxisco a Guatemala no había carretera. Sé, tenía que ir a pie o a caballo hasta Escuintla y allí tomar el tren que introdujo Barrios (cosas buenas también hizo) en los años setenta y ochenta del siglo XIX. De modo que la niñez de Arévalo Bermejo fue conventual y recoleta, sencilla, austera y campesina, rasgos de vida que sus hijos ya no experimentaron en la exquisitez diplomática que su padre obtuvo durante y
después de la Presidencia.

Por aquel entonces (en su entorno taxisqueño) no tenía idea, por ejemplo, de que en la capital las damas de la alta sociedad se vestían casi como en París, pues alguna viajaban con frecuencia a la capital de Francia, llenas de pieles y cubiertas de satén y seda; envueltas en tul y con sombreros cubiertos de pájaros y frutas y con lujosos trajes de gala donde relumbraba los más finos de la seda y el lamé. Pronto vería y disfrutaría todo
aquello, aunque solo más tarde se mezcló con círculos opulentos y linajudos debido a su paso por la Presidencia y al largo tiempo que ejerció en la carrerea diplomática sin que su
sencillez innata se fracturará.

Incluso su vida en la Argentina (antes de ser tocado por el solio) fue muy modesta, no solo la del campo: Humilde estudiante de licenciatura y doctorado (gracias a becas
promovidas en Guatemala, en la tercera década del siglo Pasado) y profesor universitario en la Plata, Tucumán y Buenos Aires.

Intentó ejercer en Guatemala -luego de alcanzar el grado y el título de doctor en Ciencias de la Educación- pero tuvo que volver a buscar el alero protector de la Argentina porque él
dictador de los catorce años, el general Jorge Ubico Castañeda (protagonista de “Las fieras del trópico” de Rafael Arévalo Martínez) le pidió ¡dos veces!, –mientras trabajaba en él
ministerio de Instrucción- que, en actos de importancia, pronunciara discursos oficiales en nombre de los trabajadores del ministerio de Educación. Sin embargo, las dos veces, él
alma rebelde del autor de la “Fábula del tiburón y las sardinas” se negó muy sutil y diplomáticamente y de modo muy ingenioso. Pero no esperó la tercera oportunidad, solicitud y riesgo. Ubico no rogaba y esto se sabía muy bien en los años
treinta centroamericanos donde abundaban las tiranías de los autócratas. Y siendo todavía muy joven (antes de los cuarenta) se marchó de nuevo al Sur, donde se le estimaba muchísimo y había dejado amigos muy capaces y ya con mucho futuro en
las facultades de Humanidades donde se imparte Pedagogía y Ciencias de la Educación.
Su caso es el de uno entre cien mil, que escapan valientemente a la mediocridad ambiente del tirano. Arévalo Bermejo no estaba autodestinado a ser político de partido
clientelar, o sea de gerencia de empleos de alto rango ni, menos, admirador de tiranos que eligen a sus perros de pedigrí a dedo.

La sangre de Arévalo Bermejo hervía frente a los abusos de los tiburones yanquis, de los autócratas, de aquellos que escuchaban aún ecos de encomienda y repartición –como
Estrada Cabrera o Ubico- y también se rebelaba espiritual e interiormente (antes de 1944) ante la cínica obstaculización de los accesos al alfabeto y a las altas manifestaciones de la
cultura (como el arte, la filosofía o la poesía) cuyos estetas (si a esos se les puede llamar tal) eran en su mayoría señoritos satisfechos, aunque ya comenzaban a descollar las luces de indomabilidad de la generación del 20 (a la que él pudo pertenecer) como las de David Vela, Miguel Ángel Asturias o Clemente Marroquín Rojas, que pronto también enderezarían
sus valientes y obstinadas voces de rebeldía hasta derrocar al dictador de los 22 años. Generación maravillosa, aquella –la del 20- que engendró cabezas tan valientes, generosas y brillantes–cuál la de el Marroquín Rojas- a quien además de periodista y
escritor debemos admirar por ser el primer guatemalteco autor
de una novela de la tierra o criollista. Generación Ubérrima y valiente -la del 20- que generó e impulsó a personajes como Juan José Arévalo con un alma rebelde e indócil como solo la fecundan los genios.

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