Se produjo en el mundo un descubrimiento que acaso fuera más relevante que la fisión nuclear, esto es, el hallazgo del inconsciente. Tantos años del hombre sobre la Tierra y no sabía que dentro de su mente funciona una parte terrible cuyos contenidos ignoramos (casi siempre, salvo los trágicos) pero que determina o es el autor de la mayoría de nuestros actos, desde los más sublimes hasta los más devastadores como las guerras fratricidas.
Freud dio plenamente con el inconsciente gracias a las anticipaciones (provenientes de la hipnosis) de Breuer. Esta explosión sentimental y emocional que horrorizaba corrió por el mundo. Unos la negaron –y la niegan– y otros –respetuosos y atentos– la aceptaron entre ellos el joven Karl Gustav Jung –como se le conoce– que al principio fue discípulo de Freud (y del inconsciente a lo freudiano) pero que con el tiempo (y las disensiones edipianas que casi toda relación entre hombres produce) se convirtió en su oponente –o quizá más bien– en su amplificación. Porque lo que pudo ver Jung (luego de rota la relación y descubierto el inconsciente colectivo) no lo pudo jamás ver y aceptar el bien llamado padre del psicoanálisis.
Jung fue un hombre libre-libertario con un enorme y hermoso espacio interior casi sin límites. Pudo ver al ser humano en la grandeza de sus posibilidades, más que en los miasmas de la neurosis pan sexual a que se aferraba Freud. Jung no sentía terror ante el pecado y la culpa. Los aceptaba serenamente. Freud en cambio jamás pudo liberarse personalmente de ellos.
Jung sabe que su inconsciente es más amplio, más esquizoide y más oscuro y enredado a veces que el de Freud, pero no se asusta. Al contrario. Jung sabe que la esquizofrenia es parte esencial en cierto modo del ser humano. Le habría fascinado “La canción de la vida profunda” de Porfirio Barba-Jacob o “El Innombrable” de Samuel Beckett. Lo que era y fue una miseria para Freud (que patologizó casi toda conducta humana) fue en cambio riqueza, luz y motivo de positivo asombro para Jung. Quizá la clave estaba en que para él la sexualidad era gozo (era bastante promiscuo) mientras que para Freud era tortura y vergüenza, pues tuvo sus caídas. Aficionados al cotilleo dicen por allí que Jung –que era un suizo mocetón bien– dado curaba muy fácilmente a sus histéricas con la cálida y penetrante medicina que necesitaban, hecho muy alejado del puritanismo de Freud. Debe ser mentira de cotilla, pero –lo que sí es cierto– es que aquello para Freud habría sido (sólo pensarlo) el sacrilegio más grande que se habría podido consumar.
Freud curaba a su pacientes mediante el balance del ego capaz de poner en el lugar adecuado al superego y al Id tan descarriado. Si Jung hubiera tenido toda la libertad para hacerlo cuando estaba en buena relación con Freud, los habría curado sugiriéndoles la libertad casi sin límites, sin caer en la autodestrucción por ejemplo de las drogas, porque ahí está la clave: libertad sin excesos. Por eso los griegos a final de cada año, celebraban sus fiestas bacanales donde Dionisos presidía la locura exacerbada y Apolo y Atenea pasaban a segundo plano para renacer durante el año.
El hombre nace para el amor. Dionisos está en “El origen de la tragedia” de Nietzsche. (Eso lo sabía muy bien Jung) y el amor sin límites entre la pareja es la gran orden del universo porque en él priva la diversidad. Jung –y después Reich, también alumno de Freud– curaban mediante la desintegración cósmica que produce el orgasmo. Sobre todo Reich que escribió y publicó “La función del orgasmo”, libro que todavía hoy hace trepidar a las beatas. Freud, en cambio, se pasó la vida averiguando por qué las personas se volvían témpanos al contacto con la cultura, de allí “El malestar en la cultura”, genial libro de Freud.
En palabras más simples, Jung creía que el hombre debía volver a la voluptuosa ingenuidad del Paraíso entrañable para recobrar las sensaciones perdidas: el tacto lento y redescubridor. El olfato que llena de asombros nuestros sentidos al identificar a la pareja que nos desea. El gusto para recorrer con nuestra lengua y saliva el cuerpo amado, es decir, la única permanencia real. La vida eterna.