Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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José Ortega y Gasset –el formidable y versátil filósofo español– no desdeñó el periodismo (al contrario, lo exaltó) como dadivoso medio para divulgar sus ideas. Pese a que él por formación y por catedrático de Metafísica pertenecía con todo derecho al campo esencial del pensador y del literato (vía áurea si las hay) por donde discurrió su vocación y su prosa espléndida como pocas en nuestra lengua.

Ortega y Gasset asumió el camino –para algunos pedestre y prosaico del periodismo– encastillados en su yo y en su narcisismo estetizante. Porque Ortega –menos egoísta– consideró que el periodismo es la más perfecta vía para realizar una vocación literaria o filosófica (que aunque surja y emerja de las dimensiones más estéticas y poéticas de nuestro ser) bien puede cumplir una misión más trascedente mediante un vehículo más popular como es la prensa escrita, digital, radial o televisiva, adecuadamente modificada.

Pero obviamente aquí el sacrificio del vehemente afán que casi todo artista, literato y no digamos filósofo experimenta por alcanzar cumbres y picos expresivas más herméticas –simbólicas o estéticas– deberá derribarse –tal afán- no sin pena y lágrimas. Porque escribir columnas, editoriales o entrevistas por televisión (en algunos países bastante perfectas) significa hasta un cierto punto, renunciar a la explosiva y significativa metáfora, al símil elocuente y expresivo, a la metonimia o sinécdoque audaz e inverosímil. Sobre todo si no perdemos de vista (y lo recalco en esta nota) que el ser escritor en Guatemala hasta un cierto punto resulta casi una extravagancia y excentricidad, casi un sueño o una alucinación incompartida, porque nos dedicamos a una labor en un país donde más de la mitad vive en pobreza –y en el analfabetismo real– por lo que los libros pasan a “adornar” las pocas libreras de quienes tienen residencias o son ausentes mudos en la mayoría de casas donde los libros no existen porque los sustituye la hambruna generalizada. Los libros son en Guatemala los fantasmas de la literatura.

Cuando en 1972 me gradué en Filosofía y Letras presenté una tesis que estudia y critica la Estética de un pensador Alemán estadounidense: Herbert Marcuse, muy conocido por integrar el emblema de las tres emes: Marx, Mao, Marcuse, en el indeleble y perdurable Mayo de 1968.

Ello me llevó a la investigación de las raíces y motivaciones del arte enfilando tal acción con intenciones profundas, recónditas e insondables, acaso. Creo conocer las cavidades más luminosas de tal labor, esto es, el trabajo de ahondar en la Estética cátedra que impartí en la Universidad de San Carlos y sus ramales sociológicos, ontológicos, históricos o psicológicos y creo que todos estos ramales son válidos y provechosos para enristrar la acción de conocer la Poética.

Pero cuando buscamos una aplicación y una justificación de ellas en nuestro medio encontramos que aunque todas son humanas y representan al hombre universal y a su gran realidad general –interior o exterior subjetiva u objetiva– hay algunas que cuajan y se acercan más a la sensibilidad guatemalteca y a la de escritores más abiertos a la discusión y al diálogo.

Es por ello que resulta imposible que un escritor o periodista de Guatemala –dadas sus paupérrimas circunstancias económicas y educativas– se consagre a realizar una creación en imitación a los escritores más herméticos de Europa o Estados Unidos, cuando perfectamente sabe que aun los alfabetos de nuestro medio desconocen estas fuentes si no han rebasado una secundaria aceptable y de estrato social al menos medio.

El escritor escribe normalmente para que su obra sea leída. ¿No sería entonces una de las preocupaciones de él en su país realizar una labor literaria o periodística de convencimiento –asimismo– para que más y más personas tengan y obtengan el derecho a la lectoescritura?

¿De qué sirve que entre nuestros pequeñísimos grupúsculos de escritores nos repartamos poemarios o libros de cuentos? ¿O que regalemos a nuestras amistades los volúmenes que las pocas imprentas producen? ¿O que con ilusión reproduzcamos digitalmente lo que escribimos con el desvarío de que algunos lean las ideas que nos han quitado el sueño y que con insomnio producimos en confusión y quimera? El gusto por la lectura no existe aquí y por lo tanto nuestros libros son –en su mayoría– falsas ilusiones que se desgarran en el sueño.

De allí que sea de exigente planificación una Estética en consonancia con el medio.

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