Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Hace ya algunos años –cuando realizaba estudios de doctorado en la Universidad Rafael Landívar sobre mi especialidad– un talentoso jesuita –el P. Antonio Pérez– pronunció una frase –comentando a Heidegger– que hasta el día de hoy resuena en mis oídos y es motivo de constante preocupación: “Lo que le ocurre al hombre actual es que cada día pierde más y más las posibilidades de acceder al ser, es decir, pierde y olvida sus canales de acceso al ser”.

Recuerdo que cuando el P. Pérez lo dijo (parafraseando a Heidegger) no tomé toda la esencia de su discurso, sino a escala de una ligera intuición. Pero hoy –con el paso de muchos años– aquellas palabras han ido cobrando –dentro de lo más acústico de mí– una dimensión que me obsede todo (me ocupa todo) y que cada vez comprendo y  acaso asimilo más.

El ser –para mí– es la posibilidad de la total realización. De ocupar un sitio y una posición que trasciende nuestra primera naturaleza simiesca hasta apartarnos ¿totalmente?, de ella y lograr una especie de mutación que nos acerque –no a la perfección de lo que se cree que es Dios, puesto que esto sería una especie de paranoia– pero sí a lo que idealmente podría ser su ámbito, atmósfera y axiología.

Acceder al ser es abrirnos sin recelo a nosotros mismos. A las enormes e infinitas posibilidades de nuestra mente cuyas virtudes y potencias no llegamos a conocer todavía hoy en toda su magnitud. Porque el hombre (a pesar de su punto de partida animal e irracional) puede alcanzar escalones angélicos –tal es la riqueza y perfección de nuestro cerebro– que como aparato emisor y receptor de pensamiento y conocimiento, no tiene quizá más limitaciones que la que el hombre mismo se ha impuesto por pereza, por dócil adaptación al medio y por falta de estímulos y oportunidades que la sociedad le otorga y/o le niega.

Estamos inmersos casi en el “no ser” de la tecnología que con su confort nos ofrece la ilusión del progreso y un aparentar estar cada vez más  en un mayor grado de civilización ¡puro ensueño alucinado!

Lo cierto es que estamos cerrando cada vez más las ventanas de nuestro espíritu al verdadero ser o sea a aquel que nos promete una elevación mayor sobre nuestra primera condición de especie y de género.

La poesía o el arte, la literatura y la filosofía son los principales canales de  acceso al ser y donde no cabe (salvo algunas excepciones) la Inteligencia Artificial (AI). En el contexto de estas actividades superiores y sublimes es donde el ser se manifiesta y se ofrece, se revela y se transparenta: es la casa del superhombre. Sólo ahí puede vérsele como en una especie de “gloria” barroca o nirvana estético-filosófico.

¿Pero a quién le interesan estas revelaciones en el mundo actual, donde fluye un capitalismo agresivo y codicioso, ambicioso y “apeteciente”, que fija sus futuros triunfos en la Inteligencia Artificial y no en las revelaciones del ser. A casi ninguno. Pocos son los que encuentran vocación en el contexto de estos canales humanísticos hacia el ser y es por eso que cada día –como decía al inicio– el hombre –y el guatemalteco en concreto– pierde más y más las posibilidades de alcanzarlo.

La poesía y la filosofía son para mí los dos medios más perfectos para atisbarlo, ojearlo, acecharlo, vigilarlo. Porque como decía Heidegger también el poema es la casa del ser, su residencia magnífica. Un poco parafraseando la frase bíblica que dice que nuestros cuerpos son templos del espíritu, aunque de nuevo a muy pocos conviene y se aviene metáfora tan sin par.

¿Qué ambiciona y pretende la gente en general en Guatemala al margen de los millones de analfabetas que por sus sufrimientos, hambre y miseria (al margen del desarrollo) no puede ambicionar casi nada? Cualquier cosa menos ser filósofo, pensador o poeta. Ambiciona –claro que sí– ser ejecutivo de una gran empresa (business administration) o cuando menos ser programador de computadoras. Comerciante para comprar y de nuevo volver a vender que es la ganancia máxima. Y en este mundo del rabioso capitalismo hay que aprender a venderlo todo especialmente el alma. Un mundo técnico y de mercadeo en el que el pensamiento y el pensador (de Rodin) languidecen y con ellos el ser del hombre que no fue concebido en el mar ni evolucionó para vender o para comprar sino para contener dentro de sí las posibilidades de un ser (en el mundo) que al presentirlo y atisbarlo es como sentir la explosión de una bomba nuclear y de paz en nuestros corazones.

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