Al principio –cuando recién se lo comunicaron- el Insaciable sintió una enorme sensación de felicidad. ¡Lo habían elegido Premio Internacional! Y se lo repetía y se lo repetía envuelto en un placentero perfume: ¡soy Premio Internacional! La frase se volvía recurrente en su cerebro y este liberaba cantidades colosales de feromonas al espacio. Su serotonina se conducía ¡como Dios manda!, y las sinapsis de sus neuronas se restablecían ¡gloriosas!, como si pequeños orgasmos encefálicos se sucedieran uno tras otro. Sus neurotransmisores óptimos y positivos trabajaron al máximo y el placer se hizo dueño de su cuerpo y de su espíritu -sui géneris- pues era agnóstico y muy peculiar. Tal vez excéntrico.
La comunicación oficial fue por la mañana y el Insaciable se fue al gimnasio, inmediatamente, sintiéndose la síntesis de Apolo y Hércules. Del Sur le venían las nenas que sueñan en inglés y que tienen páginas bombásticas –decoradas comme il faut- y páginas -de señoritas insatisfechas- escritas para señoritos satisfechos de Ortega y Gasset.
Al medio día –de esa misma jornada- la serotonina o las sinapsis mal empalmadas de diversos neurotransmisores empezaron a remitirle comunicaciones de que ya no todo iba tan bien. Por la tarde los latidos malditos de la depresión comenzaron a instalarse en su pecho bajo la modalidad de dolor precordial (que de cordial no tienen absolutamente nada). Por la noche, los avisos de una migraña que se acerca comenzaron a dar voces y el Insaciable se dio cuenta de que tampoco el premio –este premio tan hermoso y tan codiciado por tantos (que le acababan de anunciar) le iba a producir y a conducir por el camino (al menos) de la felicidad y para colmo de su maldición sináptica (y sus migrañas) se acordó de Kant cuando éste en la sección 5 –capítulo Dialéctica- de la “Crítica de la Razón Práctica”, dice: “La felicidad es la condición de un ser racional en el mundo al cual –en el total curso de su vida- todo le resulta conforme a su deseo y voluntad”.
Y se dijo –de acuerdo con este parrafillo de Kant- la felicidad no existe, él la declara imposible cuando indica: ¡en el total curso de su vida! Y no hablemos de parlamento final del Edipo Rey de Sófocles, porque eso me acaba de matar de pesimismo: “Así que debe ponerse los ojos en el último día y no proclamar feliz a ningún mortal antes de llegar al término de su vida sin haber sufrido desgracia alguna”.
Abrió un pequeño botiquín donde descansaban alucinantes las happy pills, se tomó una de color malva y durmió con la beatitud de los santos si es que no hay santos insomnes. Quiroa, el Shute Genial, se habría tomado un par de frascos de Venado y santos en paz. Sólo es cuestión de procedimientos y vehículos. El fondo no cambia.
Más no crea, lector, que el Insaciable -luego de esto- vuelve a su estado inalterable de angustia y tormento, sin pena ni gloria. ¡Qué va!, al día siguiente comenzó a regañarse (para animarse) con las mismas letanías de siempre: ¡que lo tienes todo! ¡Que estás entero, saludable, sin problemas económicos!, que te dan el Premio y tú ya ni te inmutas. Te podrán dar el Príncipe de Asturias, el Cervantes y el Nobel y te vas a quedar igual. Convertirte en un especialista en neurotransmisores no te saca de la angustia o saber detectar una psicosis tampoco. ¿Qué le pasa a tu cerebro que no reacciona como el de la mayoría de seres llamados normales?
Y cuando el insaciable dijo Nobel se acordó de su admirado Ernest Hemingway quien un 2 de julio de 1961 –con todo y el premio sueco en una de las paredes de su biblioteca- se suicidó ¡y naturalmente que por infeliz!
¿Habría querido nacer, venir al mundo, Hemingway si antes se lo hubieran preguntado? No lo sé. Pero es probable que hubiera dicho que no ¿y yo? Yo soy un ser-dilema. Hay días que detesto la vida y otros que la adoro por el camino de Barba-Jacob. Pero acaso un bien máximo para el hombre haya sido no nacer. Hay días en que apelo a la muerte inconsciente de lo que es no tener salud. Porque es acaso en la enfermedad y la agonía cuando más se ama a la vida. ¡Tendré que sufrir mi muerte!
Pero en cuanto a lo del padre de “El viejo y el mar” es probable que hubiera dicho que no prefería haber vivido. Que los sesenta y un años que pasó sobre la Tierra le fueron casi siempre tan duros que no habría valido la pena venir al mundo.
¿Para qué venir al mundo?, se replanteó el Insaciable, pensando en el autor de ¿”Por quién doblan las campanas”? y pensando también en su último triunfo –en el triunfo y premio del Insaciable. Y no se pudo contestar. Intentó decir: para tener dos hijos y contribuir a que la especie de Eva sea eterna, pero le pareció cruel. Luego se dijo: para escribir y le pareció intrascendente. Y por último se dijo derrotado: ¡para morir! Y añadió:
Luego, entonces, todo es absurdo. Y el Premio Internacional se esfumó en la neurótica condición humana del Insaciable cuya capacidad de desear era tan colosal que nada saciaba su sed de grandeza en un delirio que acaso acabó con su vida.