Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Diálogo entre el juez de instrucción y Meursault (el extranjero):

-Y preguntándome –el juez- si creía en Dios, contesté que no.

Se sentó indignado, me dijo que era imposible que ¡todos!, los hombres creían en Dios.

“El Extranjero”, de Albert Camus.

¿Por qué es imposible para un hombre de gran importancia –o para otro aparentemente común- no creer en Dios? Pues porque damos por sentado que nuestras creencias personales son las de todos y lo cierto (lo que recabamos de la herida diaria y rezumante) es que unos creemos de un modo y otros –acaso- polarmente -y a la sombra del maniqueísmo- cuando no hay matices intermedios.

No creer en Dios es ¿para todo el mundo?, la locura más grande en la que podemos caer, porque es como haberle perdido el miedo a la muerte, al pecado, al castigo. Eso queda muy claro en “Los hermanos Karamazov”, de Dostoievski. Por lo tanto es afrenta. Es agravio, ofensa, injuria, ultraje. Es para los exaltados e intransigentes (quizá piadosos para otros) vilipendiar, infamar, difamar y desacreditar la fe. Todo el que no crea en Dios ¡cae en tales yerros!, porque el primer mandato de y para el hombre es creer en Él. No hacerlo –dicen, como el juez de instrucción- es caer en pecado nefando: en una estadía abominable junto a Satán.

Por mucho tiempo me sostuve navegando y sospechando entre el “bien” y el “mal”. No me decantaba por ninguno de los dos porque aún no sabía lo que era el “bien” y el “mal”. Hoy me he decidido por el último. El “mal” me seduce con sus oscuros entresijos para meditar. El “bien” me repugna con sus blancas alas celestiales que anidan donde nada se duda, donde todo se acepta a priori. Es la duda la que me ha conducido al “mal”. ¡Bendita duda y bendito “mal”! Con la duda radical –aplicada con libertad y sensatez- se llega a la verdad.

El “mal” es donde habita la duda y donde mi mente trabaja creando infiernos filosóficos que –de tanto “mal”- se convierten en augurales sonidos del búho -cantador en noches oscuras- pero claras en el pensamiento. Pensar nos lleva al “mal” más trasparente y diáfano; al “mal” más sereno y fuerte. Porque el “mal” es duro, sólido, resistente. La solidez del platino sólo el “mal” lo luce y lo encarna.

Pensar lleva a la duda, al “mal”, a la buena psicosis, al escándalo del que no cree en que los ateos existan -como el juez de instrucción de “El Extranjero”- porque según el juez ¡todos!, deben creer en el Eterno. En cambio -para Meurseult- lo normal era pensar en que no existen dioses ¡ni Dios! Que el hombre está tremendamente sólo en el universo y que le toca decidir y comprometerse. Que no tendría por qué haber ni Creación ni génesis, que todo es producto de conjunciones materiales en los mares y de polvo de estrellas en los cielos.

Ante el silencio colosal del universo el hombre tuvo estas alternativas: ¿O Dios y las creencias polisémicas? ¿O el agnosticismo?, que viene siendo lo mismo que declararse ateo tras la bambalinas de un bello disfraz, que por filosófico lo es.

El Extranjero fue condenado a priori. Sin el derecho a la presunción de inocencia. No lloró ante la muerte de su madre en el asilo de ancianos donde se esperaba que lo hiciera como una plañidera y no lo hizo. Acaso porque hay gentes que no saben cómo hacerlo (por fríos) o no pueden llorar.

No lo hizo cuando fue inquirido –en el juzgado- sobre si creía en la existencia de Dios -e ipso facto obtuvo su codena- no importando tanto si había dado muerte al árabe o no: lo decisivo para su clasificación de situado en la maldad fue su confesión atea.

¿Y si supiéramos que casi todos los sabios han tenido en su mente un fortísimo y exuberante grano de ateos al menos por segundos?

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