No se trata de algo infalible pero la mayoría de las veces cuando se habla muy mal de alguien, es porque algo o mucho se le envidia. Esto no quiere decir que él o la causante de los celos sea –en todo sentido y todo aspecto– un dechado, una perfección viviente, pero sí que hay en él o en ella un rasgo, una característica (propia o adquirida, permanente o temporal) que se codicia, que quisiera tener el envidioso…
“Los Vedas” tienen razón, la única forma para evitar el sufrimiento (porque todo sufrimiento es envidia, es anhelo de tener, de poseer lo que otro tiene: “no codiciarás las cosas ajenas”) es coagular el deseo ¡pero por sobre todo la codicia!, si queremos alcanzar al menos un poco de felicidad. En eso está basado el hinduismo-budismo: en dar por concluidas las exageraciones del apetecer. Porque el deseo extremo acaba con la condición humana y con la humanidad. Es el caso de la guerra por la posesión de un territorio.
Pero dejémonos de solemnidades: a muchos el señor Presidente de Estados Unidos les cae muy mal porque envidian su situación presidencial. (No otra cosa: no su elegancia innata, no sus azules trajes de marca que le quedan de dandi) sino el haber logrado que varios o muchos millones de orolandeses votaran por él y lo elevaran a donde está. Este pecado (la lucha y triunfo por la codicia de los votos) lo convierte en blanco de diatribas, injurias, calumnias y difamaciones (algunas o muchas auténticas) entre las que hay yerros de tamaño colosal, porque el señor Presidente es humano –demasiado tal vez– pero no tanto como opinan los envidiosos.
La condición humana es tan peculiar en sus aspectos hermosos, como en sus facetas amarillas (amarillo es el color de la envidia). Cuando ésta se cultiva a ultranza hace apetecer con violencia las cosas más insospechadas: un color más claro de la piel o de los ojos o estos desmesuradamente grandes; una espalda más ancha sin esfuerzos, un cuerpo más atlético sin gimnasio. Y –cuando las ve en otro– las convierte en blanco de todas sus envidias y sus iras. Repudia y difama a quien las lleva. Llega al extremo de negar lo que tanto envidia –y a decir que le da igual las prendas– que a otros adornan.
Don Francisco de Quevedo y Villegas proclamaba que la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Un poco como “El perro del hortelano” de Lope de Vega. El autor de “El Buscón” (que sabía más psicología que muchos psiquiatras de ahora) y que había descendido a los infiernos más profundos de la conducta humana –de manera que conocía bien la materia de que hablaba– se daba perfecta cuenta de que el envidioso muerde pero no come. Es decir: es incisivo, difama y no puede medrar –en ningún sentido– con su codiciar desbocado e hiperbólico. El envidioso, el ávido, el ambicioso camina flaco de virtudes. Es un cadáver viviente. Está muerto en la medida que sólo desea y desea.
Se codicia todo lo que la cultura –en la que estamos inmersos– declara como valor físico, económico o intelectual. Y si no lo tenemos –y se ve en otro– se desfallece colérico, ansioso, anhelante. Si se es más bien bajo, panzoncito y tirando a moreno oscuro se detesta a aquel que sea lo contrario a nosotros y lo difamaremos hasta intentar destruirlo, podamos o no lograrlo. Si somos de las capas medias –de la clase media– o tal vez de la clase baja, odiaremos a la clase alta (grosso modo) lucha de clases, no solo porque nos ha explotado (¡cómo no, si estamos en Guatemala!) sino porque anhelamos vivir como ella vive rodeados de confort. Y si por último somos más bien del montón –mentalmente hablando– entonces nuestra víctima odiada se encontrará entre aquellos que descuellan en lo intelectual, más aún si es versátil y tiene facilidad vocacional en varios campos.
Yo que no alcanzo relieve ni en lo físico ni en lo económico ni en lo intelectual (que soy acaso la mediocridad en sí misma) me disciplino para dejar de codiciar: el carro último modelo del vecino rico, la opulenta casa de la par, los excelentes libros publicados por Mengano (un best-seller de por La Cañada) y el cuerpo despampanante de Tarzán del colosal Perencejo. Y desde que trato de moderarme en el apetecer dislocado soy poco hepático, me mantengo menos aturdido, menos amarillento, más sonrosado.
Ah, qué genio era y es el autor de “El Buscón” al escribir tantas frases y pensamientos asombrosos, pero pocos como: “La envidia va tan flaca y amarilla, porque muerde y no come…”