Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Recordando (el 23 de abril) el Día del Idioma Español con una de las joyas de su corona.

El lector “culto” de hoy busca afanosamente las obras de Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes y presume con la lectura de Bolaño, muerto acaso prematuramente. Estos mismos lectores “cultos” desconocen generalmente: el “Libro de buen amor”, “El Buscón”, “La Celestina” el “Lazarillo de Tormes”. No digamos “El Quijote” (por mucho que digan haberlo leído) “Fray Gerundio de Campazas” (que sí que leían mis alumnos de “Siglo XVIII de España”) o los “Artículos de costumbres” de Mariano José de Larra, mi escritor preferido en el campo del periodismo, quien está más en la vanguardia que muchos columnista de la vetusta Guatemala del siglo XXI.

Lo que hoy se llama realismo social, literatura comprometida o de crítica sociológica, es casi tan antigua como la lengua castellana que es el español (muy pronto de manteles largos y a quien celebramos). No hace falta leer obligadamente a Neruda, algunos cuentos y novelas de García Márquez o la “Trilogía bananera” de Asturias para catar obras donde la sociedad se mire podrida de cuerpo entero. Cómprese y lea “El Quijote” ¡y basta! Pero “El Quijote” es muy extenso. Por lo tanto si quiere una muestra más breve –de una denuncia muy grande y aún vigente– ¡de una denuncia magna! (que fue encausada en la Inquisición igual que “Fray Gerundio”) lea “El Lazarillo de Tormes” y entrará con él en la penumbra mayor de la humanidad, en la oscuridad social más apestosa del planeta ejercida por el represor, por el rico que explota al pobre, como en todas las luchas de clases habidas y por haber.

Y lea todo el volumen. Pero lea sobre todo el último capítulo del libro iluminante. En ese, Lázaro ya creció. Ya no es un niño como cuando estuvo al servicio del ciego o del buldero ¡ya es un hombre!, pero sigue siendo víctima de los poderosos represores. Al finalizar la novela, el arcipreste de San Salvador lo toma a su cargo, lo respalda en su trabajo de pregonero y, por último, lo casa. Lo casa con una moza ligera de cascos, que ha sido criada del arcipreste y le ha calentado la cama como a Salomón. Que no por llevar hábitos el arcipreste se priva de los lúbricos gustos del rey de Israel.

Lo más vejatorio de todo el texto renacentista, es que el arcipreste casa a Lázaro con la muchacha, pero no renuncia a ella. Sólo busca la “firma responsable” de Lázaro para continuar consumando la infamia. Y el pobre Lázaro –que viene atropellado por la vida de manera violentísima– acepta, porque para los recodos y lodazales humanos de donde proviene aquello significa medrar ¡y el cura lo sabe y se aprovecha! Y la amargura infinita de Lázaro es coronada al llegar a la edad viril –con unos cuernos del tamaño de la iglesia del arcipreste, que practica esta suerte de derecho de pernada y ampliaciones– como hoy todavía se ejerce –por todo el mundo en las familias de pro– de la Guatemala medieval.

Lee uno la última línea de “El Lazarillo de Tormes”, cierra el pequeño libro y uno queda paralizado. Hay un sistema en el mundo –desde siempre– que “ordena” las cosas de manera tal que todo queda muy bien atado muy claro y sin dudas aparentes –como en “El Lazarillo de Tormes”– antecedente de “El Gatopardo” del príncipe de Lampedusa.

En el último capítulo Lázaro ya no es (ha dejado casi de serlo desde el ante penúltimo) un pícaro y parece que su protector, el arcipreste de San Salvador, llega a su vida para poner dignidad en ella, orden y sana economía. El sistema perfecto del universo hace su entrada en la vida de Lázaro y lo introduce al establishment.

Y entonces, como digo, uno se paraliza. Y no sabe si decir a los lectores o a uno mismo ¡qué es lo peor!, si era más digna la vida de Lázaro cuando pasaba penas al lado del hidalgo o cuando golpea y escapa del ciego o cuando roba al clérigo de Maqueda el pan diario que este le esconde y le hurta. Y más indigno, bajo, vil y ruin cuando se alinea y se acoge a la protección del Arcipreste de San Salador y comienza el proceso de convertirse en “gente honrada”, buena gente, gente de pro.

Lázaro de Tormes sólo puede producirme ternura nunca reprobación. Su vida fue hecha de golpes y lacería. ¡Es la suya la biografía del hambre! Sin embargo entiendo que la ternura que siento ante los Lázaros de Tormes puede constituir mi propia tumba, mi propia horca.

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