Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

En un muy lejano Jueves Santo madrileño pudo más (por unos instantes) la reina de las majas, Nuestra Señora de la Esperanza Macarena, que el irreverente Nietzsche y el terrible y descarnado Schopenhauer. ¿Volvió a creer, entonces, el incrédulo? ¡No! Pero –por unos momentos- fue arrastrado por el ardor y la fe de Madrid. Por aquel Himno Nacional estremecedor que no fue tocado cuando salió Jesús de la catedral sino María, su madre. ¿Quiere usted lector algo más apasionado? Arrastrado por aquel grito intenso y amoroso de un portavoz de la multitud que vociferaba:
¡Maaacarenaaaa! Y un pueblo entero (medio Madrid) que respondía: ¡Guaaaapaaa! Grito entre erótico y piadoso que le recordaba, al incrédulo, el aire sensual y divino en que resolvió sus “Sonatas” el joven Valle Inclán, que aún no se descarnaba en “Divinas palabras”.

El incrédulo gimió y algo húmedo mojó sus ojos. La poderosa multitud tocó un nervio muy sensible de su raíz vital. Tocó e hirió su mundo mágico, su veta animista, su parte más niña y sensitiva y por lo tanto más temerosa e inerte.

Todo quedó como en la oscuridad. Todo bajó al mundo de las tinieblas surrealistas donde una idea se confunde con un sentimiento, donde se pierde el sentido de lo real y todo el entorno se convierte en una pesadilla o en una cueva absurda de los iluminados. Donde los días de niño regresan envueltos en el altar que erigía jugando al eremita y al santo. Todo se mezcló y volvió a la beatitud del cielo que abjuraba del infierno intelectual, pero tentador y lleno de revelaciones.

La multitud no se dio cuenta de las lágrimas que brotaron de sus agnósticos ojos cuando la divina beldad de la Macarena danzaba y daba vueltas sobre los hombros de sus costaleros o cargadores y, sobre todo, cuando el poderoso y rotundo Himno Español se dejó escuchar espléndido bajo el transparente sol de la primavera. ¿Qué pasó en su interior? Ni siquiera él lo supo bien. Supuso que la corriente “mesmérica” que se estableció con la multitud, electrizó su razón y la paralizó por unos instantes. Pero acaso por unos instantes también dejó de pensar que aquellas no eran simples imágenes de madera sino verdaderos dioses que descendían del cielo. El encantamiento duró sólo unos segundos -y pasó- como el amor, como el dolor y como el odio, y como se va calmando el orgasmo. Y así quedó: transido y después sereno y tranquilo. Había salido de él una gran tensión por el llanto y los escalofríos que lo estremecieron sólidos.

Después de la saeta –que mantuvo durante algunos minutos de silencio a la multitud y al meollo de Madrid, que en aquel momento era la plaza frente a la catedral- la Divina Señora ¿y mujer?, se alejó bajo el áureo palio, tras el Hijo que sufría y padecía la Pasión.

El incrédulo quedó en paz, sus ojos la siguieron por algún tiempo cegados por el humo oloroso del incienso. Pero una oquedad volvió a sentirse junto a su corazón, como el que deja la divina espina dorada de Antonio Machado.

Pasaron ya muchos años, pero el incrédulo no puede olvidar aquel Jueves Santo frente a la madrileña catedral. Fueron allí exorcizados Arturo, Federico y Jean Paul, acaso también Carl. Pudo pisarles la cabeza la guapa macarena –sensual y divina al mismo tiempo- que inconsútil se pegó a su piel.

Lo triste es que la magia de amor y de admiración se esfumó en el espacio con el incienso.

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