Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Eras el centro de mi vida. Un “centro” movedizo, tornadizo que  no correspondía a lo sólido –Leo- que te esperaba entonces. No eras un centro sino –al analizarte- algo inestable y veleidoso.

Estabas bien de la cabeza -o sólo parecía que lo estabas- o acaso yo creía o tenía necesidad de que fueras pleno de juicio y de cordura. Te soñaba de una estabilidad dominante porque de otra manera yo no la tendría.

Al principio (los primeros años) tenía necesidad de tu solidez y fortaleza. Es más, no podía ponerla en duda. Tú no lo hubieras permitido. Era muy chico. Porque si no eras estable tú ¿quién podría serlo? Tu firmeza era la mía o podrías dislocarme. Eras como Dios: mi sólido centro –mi equilibrio- con clara permanencia de neblina.

Puras apariencias, apariciones todo.

¿Y cuándo se ha puesto en duda que Dios no es el centro del universo mundo?

Como el Dios que me enseñaban los hermanos en el colegio austero, también tú deberías ser perfecto. Inmóvil y permanente. Tú no podías ni debías ausentarte o el cosmos se derrumbaría. Deberías siempre estar ahí, como el Ser inmutable de Aristóteles, porque sólo así podría obtener de ti lo que no se le puede exigir a nadie: que no caiga, que no se arroje en el despeñadero, que no se desplome desde la columna heroica en que yo te había entronizado.

Y tú ¡en cambio!, te derrumbabas todo el tiempo, tal vez era tu sino. Te caías o más bien te arrastrabas por el fango y no eras inmutable como yo te anhelaba, como con tanto calor te deseaba: un Leo fortísimo e inmóvil como el cielo mismo. Que ni vientos ni tempestades pudieran contigo. Sino al contrario: siempre firme en el misterio del tiempo y sus vientos reverberantes e intranquilos.

¿Pero existe el Ser inmutable o es sólo un sueño mío al concebir tu personalidad de Leo. El sueño en que te sueño muy idealizado como a Dios. Dios lo es pero sólo te he soñado como a un dios. Te veo de soslayo, disimuladamente y no tienes nicho u hornacina aunque con tu voz de rayo pareciera que vienes del trueno mismo.

¿Acaso eres mi padre? Y no el Eterno Padre que se levanta en el altar desafiante de las catedrales. Cuando me ordenas que me prepare para el fuego tiemblo y te hago caso, nadie se atrevería a desafiar a un Leo inextinguible. Tú eres un Leo revestido de Dios. Un Todopoderoso. Así te vi alguna vez.

Tú me fallabas de continuo. No podía darte la espalda porque en el acto dejabas de ser inmutable y lo que es peor (o no lo sé) dejabas de ser firme, estable, te dejabas combatir y tendrías que haber sido imbatible. Tú eras vencido con facilidad exasperante.

Tú eras Leo o eres Leo y a mí me daban a leer (acaso para consolarme) horóscopos felices y optimistas sin darse cuenta (quienes a tales lecturas me inclinaban) que me ponían a la espera ansiosa de un futuro lleno de luz ¡y ese no era tu futuro!, y en consecuencia no podía ser el mío porque mi vida estaba dibujada en la palma de tus manos.

De alguna manera tu pasado tenía que ser obligadamente mi presente opaco y débil. Tú eres mi presente porque soy lo sido. Tus raíces vuelven a ser las mías sin tiempo porque es la misma tierra la que hollamos maldecidos.

Sin embargo, no soy exactamente tu clon por más que hayas sido mi padre, mi querido Leo. Lo tuyo eran las matemáticas, lo mío son las letras y en ello estuvo el cambio de fortuna.

Pude haber sido tu clon y de hecho lo fui durante una larga temporada. Imité tus rugidos y tus amagos de estrepitosos truenos. Con todo tu diabólico bagaje -e importuno ejemplo- he luchado por ser firme y libre.

Pero sueño, acaso.

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