Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Uno de los rasgos que definen al hombre –como el perfume a la flor, como al árbol su espíritu vertical- es su inclinación a crear, es decir, su hondo ser erótico, su comunión con Eros. La imagen y semejanza de la que se dice que el Creador le puso al concebirlo como parecido a Él, encuentra eco en que quiere ser creador como su Creador.

Y ese rasgo distintivo se concreta aún más en el artista – aunque también en el científico y en el filósofo- porque al menos en y para nuestro mundo humano crea ¡verdaderos!, objetos nuevos de inédita índole, admirable originalidad y con ser y alma devenidos de un algo que no fue la nada, sino el hombre mismo como creador y hacedor de objetos poéticos.

En el Génesis se afirma que Dios hizo el mundo de la nada. Porque al principio solamente era el Verbo, esto es, la palabra, el concepto, la Idea o sea en términos simples: Dios. La creación del hombre no se da a partir de nada sino a partir de su propia conciencia (y la palabra) y del impacto que en su conciencia hacen los hechos del mundo o del hombre mismo. Pero impacto subjetivo que ya no tiene la misma sustancia que los objetos puestos o ubicados en lo que llamamos mundo o realidad.

El artista es la punta más alta, la cima más empinada, el ojo más atisbador de la humanidad. También la más orgullosa y soberbia y la más merecedora de acompañar a Adán y Eva desde su desastrosa salida del Paraíso.

Porque aunque Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza
-según los mitos- cuando quiso parecérsele allá en el seno del Edén –tomando y mordiendo de la fruta del Árbol de la Ciencia- Dios (con toda razón porque lo había advertido) se indignó porque el hombre quiso altivamente parecérsele, imitarlo, seguirlo –hacer creación- y fue expulsado por desobediente y arrogante.

Sin embargo la desobediencia –aquel primer acto de rebelión- fue el estímulo a partir del cual el ensoberbecido humano comenzó su camino de alucinación creadora. Desorbitado, alucinado, sumergido en el ensueño comenzó a confeccionar un ensoñar compartido al que llamó arte (acaso en las cuevas de Altamira con la pintura rupestre) y mediante el cual se empeñó en parecérsele a su Creador. Comenzó por no hacer diferencia entre los animales que veía en la selva y los que pintaba -cazados y ensartados- en su cueva. Porque al pintarlos poseídos, los daba por cautivos. Los había poseído ya. Eran suyos. El dibujo y la pintura le permitió crear una ilusión que hasta cierto punto no era distinta de la realidad (el mundo como representación) ¡lejos de ello!, era más rica, más llena de contenidos para él, con más discurso que le posibilitaba adueñarse de las cosas hechas por el Hacedor, manejarlas a su antojo y moverlas y situarlas a su libre albedrío. Era ya dueño del mundo porque era también creador.

La amargura de sentirse marioneta la mitigó el poema, la pintura sobre todo cuando se tornó abstracta. Dejó de ser la simple criatura de su Señor para ser creador como Él. Apagó su frustración, su inermidad e impotencia creando sus propios universos líricos, plásticos, sonoros, rítmicos. Más exultantes que los de Dios porque cobran, por sí, mayor expresión y sentido. Puesto que no eran creaciones divinas sino humanas y, por lo mismo, más claras y cercanas a su espíritu y a su naturaleza.

El arte fabrica al hombre la ilusión de ser Creador. Lo compensa de su pequeñez. Deja de sentirse inútil porque no puede hacer galaxias y estrellas –o un simple insecto- pero sí puede en cambio construir estrellas aún más refulgentes que las divinas en el poema. El poema es continente de universos, de planetas y de protones. Dentro de él caben y existen las obras de Dios y de los hombres. Los ruidos de la naturaleza y la música, los caballos de la realidad y los pegasos y unicornios.

El artista es criatura que en el temple de su poema, en la batalla de la épica y en el desgarrón de la tragedia asume y digiere la estatura y las imágenes de su Creador. Las galaxias ya no lo intimidad y el sol le reverbera menos porque el poema ¡alza!, los ojos del hombre.

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