Mario Alberto Carrera
“Si hemos de tener nuevamente progreso, tenemos que estar de nuevo dominados por la esperanza”. Esta es una especie de nueva máxima que Bertrand Russell escribió en su libro “Lo que creo”.
Yo –lector– respeto y admiro mucho a este filósofo inglés (maestro de Ludwig Wittgenstein) y me gustaría que estuviera vivo para preguntarle ¿cómo es posible lograr lo que recomienda, encontrándonos bajo el acecho de las bombas ruso ucranianas, la metralla, la coerción, la tortura? Y me gustaría hacerle esa pregunta no sólo porque él es el autor del aforismo que arriba he copiado sino porque también lo es del libro “¿Por qué no soy cristiano?” Sé por lo mismo y entonces que no habría de salirme y atajarme con un “teniendo fe” o “siendo un buen cristiano”, puesto que él no solamente no lo era, sino que ha cuestionado como pocos tal creencia religiosa cuando dice, por ejemplo:
“Mi opinión acerca de la religión es la de Lucrecio. La considero como una enfermedad nacida del miedo y como una fuente de indecible miseria para la raza humana. No puedo, sin embargo, negar que ha contribuido en parte a la civilización.”
De Tito Lucrecio Caro se tienen muy pocos informes y datos pero la contundencia de su frase: “La considero como una enfermedad nacida del miedo (refiriéndose al gran mito de lo religioso) es magnificente. No me cabe la menor duda –como no le cupo a Lucrecio o a Russell– que la religión –y sobre todo la cristiana como la cataba Nietzsche– es un mecanismo de defensa efectivísimo para neutralizar el miedo, el miedo a morir y que en ese acto se termine todo vestigio de la vida humana. La religión es un salto prodigioso-milagroso a la inmortalidad o un puente de plata para aceptar nuestro final terrenal –para iniciar la nueva vida después de la muerte– que sería “la verdadera vida” como en la calderoniana “La vida es sueño”.
La cosmovisión del planeta y de la vida humana en él es visionaria; en la palabra de Bertrand Russell cuando entorno a ello nos dice como un verdadero profeta en relación con el tiempo en que lo escribió:
“La Tierra no va a ser siempre habitable. La raza humana se acabará y si el proceso cósmico va a justificarse en adelante, tendrá que hacerlo en otra parte que no sea la superficie del planeta. E incluso aunque esto ocurriese tiene que terminar tarde o temprano.”
Quien esto escribe –y aunque él no lo diga personalmente, exprofeso– tiene una cosmovisión que supera toda creencia religiosa. Porque lo dice claramente: “la raza humana terminará” prenunciando el sobrecalentamiento de la superficie de globo terráqueo, Apocalipsis del que nada sobrevivirá y, menos aún, a una guerra nuclear como la que tenemos en cierne.
¿Sin Tierra cristiana que será del cristianismo o del budismo o del Islam? Acabarán sus días sin hombre sobre la Tierra que rece a sus santos y tema a sus demonios. Nada sobrevivirá al desastre que el hombre mismo procurará. Será el Layo de su propia destrucción.
Hace mucho tiempo que camino tras las huellas de Russell, me parecen las de un hombre entero, íntegro de cara a la más que posible finitud del planeta.
No se conocen otros mundos habitados. Cuando el hombre se sumerja en la nada que él mismo creará –o está creando– ninguna religión tendrá creyentes que son los que mantienen viva toda fe religiosa.
Pero la mayoría de humanos no se plantea en serio el final del planeta ni siquiera el final de los recursos naturales no renovables. Más bien –la gente que es aceptada por todos– es aquella llena de fe y optimismo y los que vemos el vaso medio vacío obtenemos una sonrisa que encierra este discurso: “pobrecitos, no creen en Dios ni en nada. Menos en la renovación de la Tierra que saldrá de sus miserias”.
Bertrand Russell estaba lleno de pre-experiencia o de imaginación sin límites en la que vio a la Tierra como reducto y producto de sus distopías.