Mario Alberto Carrera
¿Se puede pensar a fondo sobre las aristas y cantos de la vida usando en vez de una metodología rigurosa e intelectual, empleando –en cambio– el azar y la suerte en el sentido de reflexionar –y también hacer pensar al lector– entorno a la sima oscura del océano o la claridad luminosa de la gloria y de la fe?
No es que no haya en mí una metodología. De hecho siempre me desplazo por el mismo ámbito de preocupaciones (lo cual ya es un método) como la muerte y lo que habrá después –si es que lo hay– la fe y su capacidad mágica y fulminante que nos puede sacar del fárrago estridente de la nada y el absurdo o –como ocurre con Albert Camus– marchando sin temores por el campo escurridizo del suicidio porque, en “El mito de Sísifo”, lo proclama abiertamente cuando dice (desde la primera línea del tratado) “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Con un valor y seguridad que asombran: Proclamar (moralista) como centro del quehacer filosófico –un tema que puede ser baladí– es asombrador: trasmutar lo que para muchos es digno de marginación y olvido, en el meollo del pensamiento de nuestro tiempo, que sigue siendo el tiempo de él, aunque nos haya dejado hace años, también en condiciones absurdas.
“Juzgar si la vida vale la pena o no de vivirla” puede –aunque no lo parezca– ser la premisa fundamental de la existencia y de la condición humana.
Es lo que se han planteado la mayoría de pensadores en el siglo pasado y en el presente. Ser o no ser. Vivir o dejar de hacerlo. Ya Hamlet –de Shakespeare en el sigo XVII– asume el monólogo fundamental de la existencia o de la muerte cuando comienza diciendo: “Ser o no ser, he allí el dilema” que puede considerarse como premisa doble o razonamiento insoluble. Porque eso es el dilema y en este caso con mayor razón, que esgrime un pensamiento esencial y fundamental.
Pensar en estas paradojas puede provocar miedo, recelo o temor que cuando es duradero nos conduce a la angustia de vivir. Meditar sobre el miedo a la vida, al suicidio o a la muerte puede conducir temblando hacia el pavor o la cobardía.
Reflexionar sobre si en verdad el suicidio puede ser el centro del inquirir filosófico, puede –asimismo– exigir un cierto grado de valor, coraje, temple. No se penetra con serenidad apacible por esos caminos rocambolescos que podrían estar cargados de espanto y miedo.
La muerte y el suicidio –igual que el camino a convocarlos– imponen –no hay duda– amedrentan y acaso aterran. Por eso es que pocos tienen la hidalguía de escribir sobre el suicidio (más frecuente en la mente humana de lo que creemos) que también implica hablar sobre sus opuestos fe y religión en el sentido que sea. Como opio de los pueblos o como verde manto de protección contra lo superficial o pasajero de la vida.
Borra de su mente o de la desesperación quien se arroja en las serenas llamas de la fe porque si “ella puede mover montañas” –dicen los Versículos de las Escrituras– puede también remover el miedo que algunas veces se asume como terror.
La vida ¿vale la pena de ser vivida? Se trata de evidencias vivas del corazón las que se escalan cuando penetramos en los territorios poblados de angustia del suicidio. Evidencia vivas del corazón aunque se trate de la muerte porque viven en la ardiente arena de la condición humana.
Comienzo a redactar y no estoy completamente seguro si el descreimiento o la fe serán mis compañeros de escribiente. Recuerdo a Camus cuando reflexiono y escribo. Me gusta cada vez más lo escueto y libre que se inviste al penetrar en su oficio, en su labor profunda. Y aunque no quiero su estilo tan estricto y limpio, sí que ambiciono el andar de su pensar valiente, atrevido y esforzado.
¿Filosofar como Camus? Vereda con umbrosas arboladas o alamedas que, tras un majuelo florecido, me esperan para desvelar la esencia del poema, que es igual a desvestir la pena de la muerte o la acogida de la fe.