Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿Es la cultura un mal? ¿Es la civilización una basura? ¿Las ciencias y las artes contribuyen a mejorar al hombre o están hechas y dirigidas para someterlo más, para esclavizarlo más?
Rousseau contestaría afirmativamente. En él siempre hubo un frondoso y ubérrimo maestro de la anarquía y acaso del nihilismo.

La mayoría de personas “sensatas” y sobre todo optimistas y “positivas” (de las que creen que el vaso no está lleno sino rebosante) dirían -aun hoy 1 de octubre de 2022 de nuestra “flamante cultura”- lo mismo que Leibniz decía en torno al mundo: que este es el mejor de los mundos posibles, para encararse con Voltaire que en el “Cándido” opina –pesimista- todo lo contrario. Y para anticiparse a Freud y a la tesis fundamental de su libro “El malestar en la cultura”. No es de ahora que se cuestionan las “bondades” de la cultura y de la civilización, que algunos ven como a una cuerda de ambiciosos, sobre todo en el rango político.

Nadie digamos que “en sus cabales” (esto es, con raciocinio) se lanzaría a afirmar (primero, porque piensa justamente lo contrario y segundo, porque no se atrevería por miedo a los “doctores” y “autoridades” universitarias o académicas) que lo que hemos creado y conseguido –en sociedad- y que hemos bautizado como cultura y civilización no es más que un horrendo, criminal y obsceno promontorio de sobras, bazofia y cochambre de la peor calidad y en cantidad colosal. Un mundo que nada en hambre y “sobrevive” en la miseria y cuya ciencia se especializa en la creación de sofisticado armamento nuclear para someter a Ucrania: civilizaciones para las guerras locales o internacionales. En su día, Juan Jacobo Rousseau se atrevió a condenar la cultura en un famoso certamen que se realizó en Dijon y que había sido convocado bajo el tema: “¿El progreso de las ciencias y las artes contribuye a corromper más las costumbres?”. Rousseau en su largo trabajo –para el certamen de Dijon- afirmó que las artes y las ciencias contribuyen a esclavizar al hombre -y no a liberarlo- acaso inspirado en la escuela helena de los cínicos que tuvo como motivador principal a Diógenes el Perro del que son epígonos los nihilistas contemporáneos.

La gente cree –corriente e ingenuamente- que el arte y sobre todo la ciencia no tienen ideología y que no están al servicio de nadie y menos aun de la muerte. ¡Qué equivocados están! Sería preferible vivir en la incomodidad de la naturaleza que haber arribado tan criminalmente a la cultura. Cercano al anarquista están otros en su denuncia del hombre unidimensional. La naturaleza es noble e ingenua –agresiva- pero no perversa -como la cultura- porque ésta presenta sus conquistas como un bien social o común, mas todo cuando crea y realiza lleva el único fin de enriquecer a unos y empobrecer y esclavizar a las muchedumbres. De ahí el fracaso del modelo neoliberal.

Juan Jacobo Rousseau tenía razón. Ya sabemos todos que el hombre es un ser político y que cuanto lleva a cabo tiene el único fin de someter al prójimo, de mandar y ordenar sobre él. Esto lo vemos en el seno de la familia donde el padre despótico somete y humilla (sutil o groseramente, cada quien tiene su estilo) a la mujer y a los hijos, así como en la sociedad y en el Estado -como el nuestro- que somete a todos a la autocracia diciendo y fingiendo que es democracia constitucional. Ese es el gobierno de Giammattei. Todos los hilos sociales convergen en un solo punto: El Poder. Y este no para construir y hacer el bien sino para consumar los males más horrendos trajeados de hipócrita democracia como la que viste Giammattei. Al menos -en la época del empirismo- el absolutismo era menos teatrero, menos pervertido con disfraces que hoy sí que se estilan.

Claro que los que estamos en la cima de lo intelectual, lo económico o lo académico no experimentamos cien por ciento así la cultura, la civilización o la sociedad a menos que hagamos un esfuerzo por salir de nuestra zona de confort.

La ciencia y la técnica están dirigidas hacia dos vertientes. La vertiente A aglomera todos los descubrimientos que de lejos o de cerca sirven para someter a otros como las armas nucleares. La vertiente B crea en cambio una técnica y una ciencia consagradas a la persuasión y al mensaje subliminal -por ejemplo en las redes sociales y en el marketing- que nos conducirán aberradas al consumo de bienes y objetos innecesarios, con lo que vendemos nuestra plusvalía, nuestra vida, nuestra voluntad a los bancos que nos desintegran lujuriosos con intereses, hipotecas y embargos, que advierto que yo ni sufro ni experimento porque dichosamente vivo muy austeramente.

¡Y por los indígenas!, –brasileños o guatemaltecos que en la cultura son infrahumanos- ¿Qué ha hecho por ellos la civilización sino bestializarlos tras 500 años? Qué razón tenía Rousseau cuando hacía una condena de la cultura, las ciencias y las artes de su tiempo. Aunque haría lo propio con las de nuestros días y nos las absolvería. ¡Estoy seguro!

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