Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

No arriban ni la serenidad ni el silencio a los restos mortales de Marilyn Monroe. Sigue el trepidar entorno a ellos. Se vuelven a conmover o a remover con la aparición de un nuevo filme, sobre ella, que Netflix o You Tube traen a nuestro entorno 60 años después de que la divina platinada desapareciera -de un mal de amores- al que finalmente homenajeó cantando un melancólico Happy birthday to you, vestida con un traje de los que le terminaban de coser en el cuerpo, para que le quedaran como ceñido guante voluptuoso que nos hiciera imaginar.

Dirige la nueva cinta sobre la tan discutida estrella del glamour: Andrew Dominik y se inserta en la vida de Marilyn: Ana de Armas. La película se llama “Blonde” (como era ella por todas partes de su cuerpo muelle y delicado). “Blonde” como también se titula la novela en que se inspira, mi admirada escritora estadounidense Joyce Carol Oates. Y se estrenó, recién, el 28.9.22. Debo decir que la brillantísima Oates es de mis escritoras preferidas desde hace muchísimos años, desde que la embajada correspondiente nos regalaba, entonces, con paquetes de libros especialmente literarios. Y en homenaje de Carol Joyce las líneas que siguen sobre mi adorada rubia inmortal:

Cuando la última de las cápsulas hubo hecho efecto, un suave y desleído olor a Chanel No. 5 se desprendió del lecho y fue envolviendo todas las hojas de los diarios del mundo. Una mujer, que nunca debió haber muerto, corrió presurosa y desesperada hasta la playa del Leteo, el río del olvido, el río donde la memoria no vuelve a torturar porque en su profundo caudal todo pasado se disuelve. Ella, la que no debió correr porque era inmensamente amada. Ella, la que debió caminar paso a paso hasta la ribera de la aliviadora amnesia porque la vida la había dotado de todos sus encantos. Ella, divina, alada y maldita se entregó en cambio a la desesperación de Kierkegaard y a la náusea de Sartre, y unas pastillas mitigadoras aceleraron el viaje y la transportaron al sitio donde nace el olvido cernudiano.

Y, sin embargo, no siempre fue angustia y ofuscación su tránsito pequeño. Llenó al mundo de sensualidad y orgásmicas trepidaciones que nos transfundió aparentemente feliz, vital y estimulante. Por momentos era la vida misma hecha mujer (superó a la Bardot) era la sangre palpitante que une a los sexos, era el color de las madrugadas en que los hombres amanecemos soñando con habitar la casa encendida.

Dos piernas torneadas y abrazadoras. Una nagua de gasa que se evapora al viento. Unos zapatos de finos tacones que enseñan un par de dedos de rubí para ser besados y lamidos. Brazos y senos en un corpiño de seda, pulidos, mórbidos y delicados para reposar la cabeza ardiendo y no dormir nunca. Abajo, la ventilación del neoyorquino subway y, en la cabeza de la diosa, los labios entreabiertos y risueños y los dormidos ojos de terciopelo para contemplar mi cuerpo y mis palpitantes alucinaciones.

Pasaron por aquella vida atormentada, fugaces vidas que sólo entregaron jadeos, sudores y furtivos adioses, porque había que fornicar en cada esquina de Hollywood. Y ella se dejó convertir en símbolo de una sexualidad gélida, en muñeca para un rato, en desechable cuerpo del deseo cuando en el fondo de su carne palpitante había una pequeña niña que quería conocer el amor, una frágil criatura sedienta de caricias paterno-conyugales, un atemorizado osito de peluche fabricado para recibir ternura.

Vuelvo a traer a mi mente y a recordar (cual aquella magdalena y té de Illiers y Combray) el filme “La tentación vive arriba”. Yo tendría unos 10 años cuando lo filmó y, como entonces en la penumbra de la sala, todo mi ser y mi cuerpo querían tener 30 años. Que no fuera actriz, simplemente mujer para acercarme y rozar su piel con la mía, casual, sutilmente como cuando a veces por las noches al contemplar el firmamento, se siente el contacto de las cosas bellas y, sin saber por qué, ni cómo, se penetra la escondida naturaleza del poema y se entiende -sin explicaciones- la belleza.

Aún estoy enamorado de sus dormidos ojos que durmieron para siempre bajo el Leteo. Letargo también el mío en que el amor no se olvida y que guarda la esperanza de encontrarla más allá de la Nada. Más allá de un absurdo suspiro.

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