Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Son las 10. El sol cae ardiente sobre las rojizas tejas de la vaporosa pérgola.

He leído de nuevo a Schopenhauer y ha llenado de su perfume a nada y a jacinto mi alforja medio vacía de ilusiones. Y he buscado en “mi representación” (más bien en la suya) cual bolso codicioso, sus difíciles conceptos ¡tan agitados! como la idea de que la vida es dolor y los objetos del mundo mi representación y: (al fondo se escuchan unos acordes de Kant).

Entonces, las cosas existen o no. Me lleno de dudas que generan angustia y depresión. Más tarde el sol arde y duele más sobre el tejado de barro. El cielo es azul y por ahora no se presagian ni adivinan nubarrones. Sube un suave vapor como el alma de la lluvia que ha caído en grandes cantidades día a día de este invierno taciturno y pensador. El vapor de la lluvia sube como no podrán subir las almas hacia la Voluntad plena y ¿divina? Porque yo no es que crea –aturdido- en nada. Creo en varias cosas (pero no como en el Credo) como que el noúmeno-divino existe pero que, como en El Castillo kafkiano, a él no tengo acceso. Sólo con fe…

El mundo –como Voluntad- reposa en mi conciencia y el noúmeno existe pero –igual que Dios- no sabré dónde reposarán mis huesos y los divinos suyos. Bueno, los huesos de Dios perviven y sobreviven en la conciencia de todos, pero por lo mismo huyen (y muy escurridizos para conocerlos) escapan a mis ojos y así hasta caer en una suerte de idealismo. Pero fíjate bien: no es que esté proclamando la existencia de una o más divinidades (como los griegos) sólo he dicho que en mí resuena un idealismo. Porque es la idea de la representación la que retoña en el jardín que alegre –contra el sol en la solana- y ajeno a mis endechas, fulge entre un verdor que ciega camino a su cenit. Hoy también he visto caer poco a poco al sol entre las tejas grises y mohosas y avanzar en su camino, estrella voraz, que ha de comerse la carne del volcán y de la ardiente lava.

Miro entonces por la ventana posterior y me levanto a traer unos libros. La Historia de la Filosofía en cuatro tomos de Abbagnano. Una monografía filosófica sobre Nietzsche y otra sobre Schopenhauer, ritual bibliófilo que realizo cada vez que me empeño en meditar que es casi a diario. Tanto pensar en sus “cosas” y en el tiempo circular de los dos –viendo crecer el vapor y el calor de las tejas- me ha hecho buscar las verdaderas fuentes y no un ligero apunte de columna -encontrado al azar- porque casi a la vez leo un suplemento periodístico de los que vienen a mi puerta.

En los libros observo que lo que el columnista dice no es cierto, al menos totalmente: mi conocimiento no puede ser sólo mi mundo. Está también la intuición de lo que no es fenómeno sino noúmeno. Sin embargo, a ratos creo (¿por qué esa duda tan terca, tan presente?) que lo que conozco es sólo fenómenos y que la famosa Voluntad (con mayúsculas para mí) me está vedada. Pero que si hablo de ella alguna existencia tendrá ¿o será que mi vida no es otra que un lapso entre dos nadas? Puede ser. Tiene sentido en este contexto que a ratos es idealista y a ratos el mundo como representación y a ratos más anarquista: sólo el mundo como Voluntad.

Dejo los libros sobre el escritorio grande. Grande como una puerta para sostener tanta sabiduría libresca y vuelvo la vista sobre el viejo tejado. Ahora, algunas horas después, las enormes nubes gruesas -que por esta temporada se paren- se comen –hambrientas de sol- la iluminación del día en el invierno septembrino.

Más abajo, el jardín –que cae en cascada breve de vigoroso verdor- atrae mi vista y mis sentidos mientras voy ojeando los libros que he traído de la umbrosa biblioteca. Ellos vuelcan y avivan de nuevo la discusión que se vuelve más fecunda en los entresijos de mi mente añosa: y renuevo lo pensado ¿vivo para vivir entre dos nadas? ¿La existencia precede a la esencia? ¿El mundo es Voluntad o es sólo mi representación? Pienso más sobre lo que fue el iluminado día o ya más bien en la sombra de las nubes que anuncian la tormenta. Creo en mi conocimiento trepidante como el sol que se diluye y creo en la Filosofía cual ritual del humano enfermo, porque el hombre es un paciente.

He venido acaso para observar y sorprenderme y la sorpresa es aún mayor cuando de libro en libro leo por ejemplo: ¿Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo? Creo que sí. Mientras el revuelto y deslavazado jardín -con árboles muy viejos y rojinegros- me rescata del noúmeno, de Dios, del pensamiento.

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