Mario Alberto Carrera
Como se exalta tanto y tan corrientemente a la libertad -en extravagantes himnos e intrascendentes odas patrias- terminamos por creer que existe y que de verdad la estimamos, la ambicionamos para enriquecer nuestras vidas. Otra mentira que la cultura presenta como verdad, como premisa que ilumina nuestras prolijas sombras.
Además de ser una un nebuloso fantasma (cuyo asustadero de momento ignoro dónde se ubica y se monta) la libertad es una suerte de aparecido cuyo solo anuncio nos llena de pánico cuando nos debiera henchir de optimismo. Sus heraldos (escasos como la repartición de la riqueza que da libertad) nos asustan tanto que preferimos retornar a nuestras cotidianas y seculares cadenas. Usted, lector, puede que sonría al leer estás líneas pues me dirá: yo sí que gusto de la libertad. Yo no le huyo, yo la cultivo.
Pero le comentaría lo siguiente entorno a esa creencia suya, montada sobre apolilladas bases, sobre frases sin enjundia que nos enseñaron en la endeble escuela, mientras nos hacían también memorizar los alienantes enunciados del Himno Nacional, distópico hasta sus raíces: usted teme a la libertad, como le tememos todos y más bien lo que le da cierta estabilidad (acaso como buen guatemalteco) sea la dictadura, los autócratas. Los que ofrecen represión. Como el que está desgobernando.
No se asuste. Es casi “natural”, viene en nuestros guatemaltecos códigos ontogenéticos y filogenéticos. El ADN “normal” simpatiza con la desfachatez de las cadenas que no son discretas o silenciosas sino trepidantes y desvergonzadas, en Centroamérica.
Filogenéticamente usted tiene una información sobre que la manada se somete al más fuerte. Ontogenéticamente esto funciona de manera muy similar. El caudillo –el más firme y resistente- el que subyuga a todos ¡el prepotente!, debe mandar, ordenar, decretar, imponer –el ogro- y el resto (desde luego para su bienestar y su sueldo a tiempo) callar, acatar, obedecer restándole importancia al derecho de expresión -y a sus adalides. Bajar la cabeza y la irracional testuz porque ha llegado el comandante, se llame Ortega o Giammattei.
Esto ha funcionado así por los siglos de los siglos. Siempre hubo un comandante y un comandado. El paradigma de la cultura, de la civilización nos conduce más bien al sometimiento que a la subversión o a la transgresión. Se nos entrena más para ser obedientes y adaptados al orden social. No para transgresores. Se nos amaestra para ser conformistas y no para reverenciar y encomiar la libertad.
Por eso los uniformes, la autoridad, la autocracia gritona y mandona como la que “disfrutamos”, el ofrecimiento de látigo para enderezar al rebelde; la bota y la mano de hierro inoxidable seducen a tanta gente que sin vergüenza alguna lo admiten: “para que así terminen tantas cosas que no entran por el aro”. Y así llega una transfusión de seguridad –aunque sea ficticia- más bien una sensación de seguridad que mitiga mágica y religiosamente (de religión) la angustia.
La figura del dictador es a veces relajadora (Ubico) porque tras él aparece la sombra del padre y el marco del orden. Aunque ninguna de las dos categorías (padre-dictador) se inserten realmente en lo mitigador. Es sólo apariencia, como el montaje de los partidos políticos. Pero las imágenes infantiles de la muchedumbre –las imágenes que tranquilizaron a las masas en la cuna- se parecen a las del autócrata que en campaña promete volver todo al orden, aunque convierta las ciudades en camposantos (Lucas-Ríos).
La masa tiene temores de niño asustado y como los niños, anhela el balance y la tranquilidad que la presencia del padre impone en el hogar, aunque el padre sea un pobre déspota de barriada, codependiente de la botella. Nuestra Latinoamérica -a pesar de los desplantes de sus machos que pregonan sus arrechuras (o quizá por causa de ello, porque el machista es muy inseguro de su género) ha sido fecundo feudo de dictaduras -y de una amplia gama de dictadores- y ha sentido en los milicos una especie de seguridad, aunque sean de guignol (que hacen parte del Pacto de Corruptos) Pacto de Corruptos que lo peor es que se sostiene -ya hilvanado autocráticamente- en varios o muchos mandatos presidenciales: per sécula secolórum.