Si tuviéramos que escoger cuál de los derechos humanos es el de mayor importancia y trascendencia, bajo cuya signatura y alero los otros germinan, casi nadie titubearía al pronunciar: el derecho a la vida. Pero a una vida sin hambre, sin miseria, sin terror, sin persecución, sin coacción y sin amenazas a su integridad.
Como guatemaltecos sabemos muy bien lo que significa lo que acabo de escribir. La violencia que reina en Centroamérica -y en Guatemala tal vez muy en particular y con perfiles peculiares- nos hace saber por intuición/directamente (sin pasos de un discurso explicativo deductivo o inductivo) lo que la muerte violenta significa. La vieja muerte por el lejano genocidio. El terror y el crimen solapado que de madrugada llega y rapta a miles de desaparecidos -de este desangrado territorio- a lo largo de la Historia.
Como guatemaltecos, como centroamericanos entendemos (porque hemos sufrido tanto en carne propia y seguimos sufriendo y padeciendo) lo que la inestabilidad, las amenazas y el terror permanente simbolizan de cara a la vida que queremos conservar -que no deseamos perder- y que es patrimonio sagrado de la naturaleza, que nadie debe atropellar u hollar irreverentemente ante la energía cósmica de la que nuestra vida -una ínfima partícula- se deriva.
Oscuros fantasmas del delito impune han rasado nuestros territorios negándonos, colectivamente, el derecho a la vida, negándonos la libertad de nacer, crecer y multiplicarnos armoniosa y serenamente. Nacemos y morimos en el vendaval de la desigualdad y la gente sale a la calle con la incertidumbre de si retornará en la loca carrera de lo cotidiano y del desastre y nos vamos cuando la linfa aún no restaña –sin casi darnos cuenta- cuando la hemorragia no para y escupe por su boca cárdena la existencia de cientos de pueblos que viven bajo la podrida tutela del hambre en las dos terceras partes de su trágica existencia.
Pero el hambre y la enfermedad de las que en Guatemala podemos dar cruento testimonio encarnizado, es otra forma (enmascarada bajo distintas formas de explotación) de negar el derecho a la vida porque al explotar condenamos al hambre y a las carencias en general. Este modelo infame, hostigante e insidioso tiene más de 500 años de vigencia y se condensa y reúne en los campos de concentración que son los pueblos indígenas (verdadero apartheid) más que en ningún otro sector poblacional y en general en el área rural y sector obrero -no calificado- que muere por los miasmas y detritus de su hábitat.
Los medios de comunicación son los llamados a exhibir y señalar de diverso modo y canales estas llagas y a desvelar esta podredumbre. Constantemente, sin tegua, sin descanso y a brazo partido a pesar del ausente apoyo gubernamental a la libertad de expresión que, en todo caso es más bien represivo.
Es por eso que el expresidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt (uno de los más sensibles e inteligentes que ha tenido ese país con Carter y Kennedy) dijo el 6 de enero de 1941: “En días por venir en los que deseamos instaurar la seguridad, anhelamos un mundo basado en cuatro libertades esenciales: la primera es la libertad de palabra y expresión; libertad religiosa, libertad respecto de la privación (por hambre, etc.) y libertad respecto al temor (terror)”.
Colocó primero la libertad de palabra y expresión. La libertad de Prensa ¿por qué? Porque evidentemente, en general y abstracto, el derecho a la vida es primero. Pero ¿cómo defender y no permitir que se lesione y viole tal derecho, si no hay cómo ni por dónde protestar, fiscalizar, denunciar y exigir respeto a ese principio fundamentador?