Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

La mañana se disuelve en los tejados. La mañana no termina de desleír sus hebras interminables, luminosas, relucientes. La mañana –viandante acuoso y sentimental en el rocío- vibra sus últimas gotas frente a la ventana que observa cómo el Sol se escurre y resbala por el techo de la casa silenciosa y tal vez con algo de melancolía.

La casa tiene atrás un enorme y deslavazado o tal vez desordenado jardín al que da un poco de armonía una escalera que se junta a la frontera del camino. Desgobernado jardín con flores y árboles de caótico encantamiento, como una pequeña selva. El huerto se ha fabricado casi solo, sin guía, acaso sin jardineros, sin la mano ordenadora del hombre y ha crecido dando sus frutos como quiere, en enorme desconcierto.

La casa es de un señor también muy silencioso, casi severo en su mutismo, al que le encanta estar sólo en la tarde ociosa y cabizbaja. Huye de los ruidos de la calle, que da frente a la vivienda, en cuyo interior (al contrario que en el huerto) todo es orden callado como si el propietario ya estuviera muerto ¿o ya lo está? No, porque el interior es casi claro como el cielo en el verano, las libreras están en las habitaciones (casa-biblioteca) en orden y sin polvo; la enorme cama con su tibio cobertor recién hecha para el día. La alacena con víveres, verduras y legumbres.

El jardín murado da a un bosque cercano donde el silente señor hunde su mirada verde como el pino, y los pájaros canoros son los únicos en romper el silencio de la casa ajardinada como todo el entorno. ¿El señor es ermitaño? ¿Imita a Zaratustra?

Sí, es lo que parece, lo que aparenta ser el dueño de la pequeña finca por su silente cristal con que se envuelve. Y quizá lo es ¡o quiere serlo, más bien!, pero los días de hoy no son los del antiguo ayer que de todo nos dotaba. El señor tiene que ir al mercado, que ir al banco y rompe con la cueva en la que quisiera permanecer todo su tiempo.

Pero el silencio acaso se deba a tanto libro, los libros son amantes celosos del silencio. Donde los hay, se impone el sigilo y el mutismo. Estos son los amos de la casa donde pinturas, grabados o tintas cuelgan para compartir los libros y los hábitos del propietario de la casa amurallada.

La mañana es como un pabellón de espuma que se vierte sobre la casa encendida frente al bosque de jacarandas, cipreses, eucaliptos de plata, muchos sembrados y cultivados por el señor de los silencios y los libros. La mañana es despaciosa, pausada en las horas que a gotas se caen por sus tejas. El señor mira la matutina claridad y suspira. Adora el silencio, pero en el silencio el tiempo va descargando sus horas con pereza. A ratos parece que el tiempo hubiera detenido sus agujas y que el reloj callado fuera, dormido, deteniendo los minutos. Pero así lo prefiere él: que las horas parezcan sostenidas en su cúpula redonda, pero que el silencio no se rompa y que el murmullo de alguien no le llegue a sus oídos. El tiempo no transcurre como en otros días. Se detiene. Hoy se ha detenido sobre los antiguos árboles de un siglo.

El maduro propietario sabe, no obstante, cuál es el remedio contra el tedio, la cortina tras la que velar su sombra, el telón tras el que esconder lo sombrío de las horas.

Extrae de un antiguo armario la palabra. Viene la palabra para salvarlo del esplín y del fastidio matutino.

Y la mañana comienza a desvanecer la noia, a vestirse con los innumerables disfraces de la mente. La palabra invade airosa y firme el lapso mañanero y lo llena de espuma polícroma y del aroma que viene desde los cercanos pinares y cipreses.

El antiguo señor vuelve a encontrar su destino en las palabras que desfilan ante él para formar enunciados y frases preñadas de flor y canto pajarero, de potentes epígrafes que ahuyentan la alargada sombra de un viejo desespero.

Aparece una línea primeriza y el silencio se tiñe de dorada hojarasca del cercano bosque. Y toda calla –pero con emoción sin límite- apasionado con el don brillante del parágrafo parido.

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