Mario Alberto Carrera
Supongamos (suponer es muy intrépido porque se parece a hacer novelas) que por decreto, por ley o por cualquier cosa similar en el territorio nacional quedara prohibido utilizar el término “indio” para designar con ella a los que pertenecen a los grupos quiché, mam o quekchí. Y en vez de tal voz –cuyo significante es tan marginado por algunos- usáramos en cambio el signo “hermoso”.
Los signos no son nada sin los significados (los signos son como los cuerpos del alma) y, algunos muy positivistas, añaden que no terminan de serlo, tampoco, si no tienen su “objeto” o referente en el mundo de los hechos, de los objetos o la naturaleza.
La lengua es un fenómeno social. (La semiología es el estudio de los signos en el seno de la sociedad). Y constituye, en esencia, una convención del grupo. El grupo acuerda llamar gato a un animal que maúlla y deja la voz gallo sólo para el que hace quiquiriquí. Y así queda acaso para la Historia, aunque en Dios y en conciencia las lenguas son veleidosas como las mujeres y no siempre, por lo tanto, constantes sino cambiantes y mutantes.
Al que ladra le llamamos perro y a su compañera, perra. Pero uno de los problemas del lenguaje (acaso el más terrible de los que lo integran) es que, como decía arriba, a veces varía tanto y le entra tal velocidad al modificarse en la dinamia de la Historia y de la sociedad, que cuando decimos perra, podemos estar aludiendo no sólo a la compañera del que hace ¡guau!, sino a una señora muy pintada, acaso con mini falda, y ligera de cascos.
Menudo problema es que cuando yo digo una voz que para mí signifique tal cosa, para otro signifique algo muy diferente y que entonces lo que llamamos comunicación no se verifique. La lengua es una creación humana cuyo fin fundamental es el de comunicarnos oralmente. Sin embargo a veces ¡lastimosamente!, caemos en la cuenta de que el emisor no dice nada al receptor porque el código está obstruido o podrido.
Pero la que es perra no dejará de serlo aunque yo a la vez la llame virgen, lirio o azucena. Además, hay muchas que en la pila del bautismo les ponen Azucena y luego, cuando crecen se vuelven Flores del mal, como el título del famoso libro de Baudelaire.
Lamamos indígena a un ser que grupalmente –étnicamente- ha sido marginado durante 500 años en este país y en otros de Latinoamérica. Además, hay que añadir la confusión que se establece entre indio de la India e indio de América. Sin embargo hay que añadir que en nuestro territorio sobrevive, mientras que en otras regiones fue exterminado, en flagrante etnocidio, como en Argentina, Uruguay o Estados Unidos.
Si les quitamos a los aborígenes de este país el sustantivo común con el cual los llamamos y que ha dado incluso nombre a un género literario y a ramas de la sociología y la lingüística (que buscan reivindicarlo) ¿los haríamos más blancos, menos analfabetos o lograríamos que se murieran tantos de sus hijos?
Las palabras no cambian la condición de las personas. Y es por esto que en vez de refugiarnos en el término “natural” (polisémico) en vez de indio, es mejor y más inteligente luchar (y nosotros junto a ellos) porque cambie su condición y acaso no tanto el genérico sustantivo con que los conocemos.
Después de todo con quitarse el traje típico, un indígena deja de serlo. Y se convierte en “ladino” (de múltiple significación también). Hay tantos en el Congreso vestidos con saco y corbata que, con traje de Momostenango, la pasarían por el más pintado de los indígenas.
¿Pero quién es mejor un indio, un ladino o un mal llamado criollo? ¿O son los conceptos que de ellos tenemos los que les valoran? Por eso decía Nietzsche que, el bien y el mal son asimismo conceptuales convenciones humanas, igual que las palabras, palabras, palabras.