Mario Alberto Carrera
¿Es difícil y complicado hallarle sentido a la vida?
La dificultad de lograrlo va a depender, sobre todo, del momento existencial en el que nos encontremos y de la circunstancia.
La niñez es un lapso en el que sentir que la vida es un gastado cristal húmedo y opaco, será casi quimérico, aunque no imposible. Porque yo recuerdo que ya en mi infancia (y esto lo cuento en mi novela Hogar, dulce hogar) yo le pedía a Dios –en el que aún creía- que me llevara con Él, después de un fiero castigo físico de los que solían aplicar tanto mi padre como mi madre. Pero este incipiente sentimiento de angustia infantil se hizo mayor y mayor con los años. Sólo la palabra ha podido contener y absorber la carga frenética de la angustia existencial. La palabra y su cóncavo vientre donde todas las respuestas nos pueden ser ofrendadas en la milagrosa revelación relativista del solipsismo. La palabra y su ofrenda agigantada de la verdad que puede o no serlo en la duda cartesiana.
Pero no siempre me he encontrado con esa suerte del alma sofista: oasis polícromo y fecundo. Muchas veces, en cambio, ha ocurrido el encuentro con la zarpa ávida del demonio de la angustia contundente que es el resultado de que la vida (casi nunca para mí dadivosa) no nos colme con sus dones.
En la juventud -y luego en la vida madura llena de actividad y de requerimientos exigentes- el deseo de saber el qué o el para qué vivimos se atenúa, se sumerge en el afán de vivir en la profesión que tanto éxito promete y dona.
Pero pasa esta etapa y va llegando poco a poco y sin sentirlo -como un hilo de fuego, que lento se desliza hacia el río- un tiempo de menor agitación. Un tiempo en que de nuevo la palabra puede ser un humedal entre las grietas de la vida, que responda a cada verdad que interrogamos. En mí siempre se dio. Las divinas palabras de Valle Inclán siempre obraron el milagro de la lengua, aunque siempre con algún final desesperado.
Cae el indudable gris de la tarde y solo Dios -tal vez- podrá llenar nuestras vidas de sentido. Aun los más creyentes pueden sentir que Dios no los oye y que los años de la madurez son los que se van colmando de las interrogantes más trepidantes y ansiosas. Dios no escucha. No fue hecho -por los hombres- para oír las quejas de los hombres. El universo es inmenso (inconmensurable, para algunos como yo) e imposible escuchar tantas quánticas diatribas.
¿Se nos hace sordo o somos nosotros los que pensamos que ya no somos escuchados?, y los años cargan su peso fatal e irrenunciable. Las mañanas a veces pasan con rapidez -o no, depende- pero las tardes se tornan insufribles. Crece la ansiedad, brota el terrible fantasma del vacío. Cuelga en la puerta de la habitación el vagón del sin sentido, la puerta con la que chocamos y chocamos con reiterados estruendos que no cesan. Así es la tarde crapulosa ¿Quién pudiera tener la inocencia del ave o del infante y jugar siempre con el mismo juguete y soñar siempre con el mismo arcángel?
Pero la madurez es otra cosa: es anhelar la fruta que se nos niega caprichosamente e ir en pos de un deseo que no se puede hacer nuestro porque pertenece al mundo de lo intangible, al mundo del que es mejor no hablar.
Las mañanas pasan -tal vez- con la ensoñación de la quimera envuelta en recuerdos y memorias: antiguallas del bostezo. Pero la tarde, en cambio, llega con la pregunta irrevocable y llena de ansiedades: para qué estoy aquí, para qué estoy vivo, qué habrá -si lo hay- después de la muerte. Más duras y concluyentes son estas peguntas si estas solo. Si estás solo las preguntas retumbarán en las paredes de tu cuarto y cada tarde, con cada noche, derivarán en vecindades tenebrosas y plagadas de fantasmas que brotan por cientos en el barrio.
Arriba la noche con su oscuro azul. Si estás solo el eco de tus pensamientos resuena en tu cerebro que acaso comienza a delirar. Es como si un cuervo se estuviera comiendo tus ideas que no obstante brotan y retoñan tercas.
La noche es buena para repasar las obsesiones y caer en el abismo del insomnio. La oscuridad penetra también en los entresijos de la mente y tu existencia se convierte en el desorden de la vida, cuando sólo el insomne pálpito incesante de la muerte se hace terco ocaso existencial.
Amanece. El sopor te llena y te adormece. Quisieras regresar al sueño, pero hay que despertar o caerás en el vacío y en la retorcida fantasía de una pesadilla en vigilia, donde hasta Dios se queda sin palabras.