Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

La guerra es la violencia convertida en bofetón “legalizado”. Una cosa lleva a otra y en el fondo se entroniza  el deseo de poseer a una mujer (Helena), un mercado (las repúblicas bananeras en los siglos XIX y XX), una región (Hispanoamérica y las colonias indianas) o un país: Ucrania con una superficie áurea superior a Alemania o a Francia. ¡Toda una joya!

Lejos unos de otros y cada uno sumido en su ajetreo personal, pronto olvidamos las riquezas y las pasiones lejanas. Pero –puestos a recordar– caemos en la cuenta del poder petrolero de Venezuela o Arabia Saudí. O la casi inconmensurable superficie de la Federación Rusa: país de países ora tersos, ora agrestes.

El ansia de riqueza individual –al querer apoderarnos de una mina o de una finca que hace parte del patrimonio de otro (o de un partido) es muy parecido al que experimenta un país entero ante la guerra. Pero un país es un ente abstracto. Lo concreto lo encarnan sus habitantes más descollantes y, cuando de la guerra se trata, salta a la vista una figura peculiar que reviste todo el poder en sí y se vuelve héroe para su país y el enemigo número uno para las naciones contendientes.

La figura paradigmática y universal, en estos casos, es la de Napoleón en La Guerra y la Paz de León Tolstoi, aunque en esa colosal novela de más de 150 personajes lo que cuenta son principalmente los núcleos de familias aristocráticas y sus diversos avatares en el marco de la conflagración a principios del siglo XIX.

Napoleón fue –digamos por un tiempo algo extenso– la gran figura revolucionaria y conquistadora para Francia. Después de Carlos V, el Emperador es Napoleón I, por derecho propio e histórico. Pero ¿qué fue para los habitantes de los países con quienes se enfrentó?: el demonio mayor y esperpéntico de la creación. Sin embargo hay que decir que hasta sus enemigos lo admiraron y admiran. Lo que no ocurre hoy con los adalides militares. El papel de un guerrero capitán en nuestros días es otra cosa. Ni sus “aliados” lo admiran. Sus mismos “aliados” se le unen aparentemente pero se le retiran de plano o a medias –según el caso– como pasa con Vladmir Putin y Xi Jinping, caudillo del comunitarismo –y supuestamente aliado del ruso– aunque hasta hoy el chino no se haya definido en sutil coqueteo con Estados Unidos.

Como podemos ver, las guerras y sus caudillos de ayer, no son nada parecidos a los de hoy. Los de la antigüedad eran admirados, como digo de Napoleón o podría decir de Alejandro, hasta por sus mismos enemigos. Los de hoy no tienen ni amigos ni enemigos. Son meras figuras mortíferas que ocupan por un momento un modélico lugar, para dejarlo y caer en un segundo o tercer sitio de importancia. Es el caso de Biden, que no logra desarrollar empaque, mientras compite en brillantez con Putin o con XI Jinping que no brilla pero manda como Guan Yu ordena.

Y quien no sale aún a primer plano, ni al escenario mayor, es Dios. Dios tampoco es importante en esta disfrazada III Guerra Mundial porque no se le invoca más que tal vez en lo particular. Dios no oficia, y al Papa Francisco se le deja en silencio porque ya no significa mucho Roma –cuando ayer era personaje central y definidor– y a pesar de que todos los caminos nos conducen a allí. La Historia ha trasmutado los rostros del Papa y la Ciudad Eterna.

Recuerdo allá a lo lejos y cuando era muy/pero muy niño, una ilustración en papel couché -en una de las revistas que mi papá leía- cuyo tema era la guerra y Dios. Dios aparecía entre Corea del Norte y Corea del Sur (EE. UU.) y separaba con sus brazos a los contendientes que asumían, entonces, la paz.

Corría tal vez 1952. Somos hijos de la Guerra Fría.

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