Mario Alberto Carrera
Tal y como reflexionábamos aquí hace algunos días, lector, es importante volver sobre las palabras que les copié del autor de “La genealogía de la moral”, cuando nos dice: “(…) y hablando a todos no hablé a nadie”. Algunas veces yo –guardando las distancias y sin pretensiones- siento esto con algunos de mis artículos, con algunos de mis cuentos y mis novelas y no se diga desde la cátedra a la que me he entregado por casi 30 años o más si añadimos lo de hoy.
El daño que nos ha hecho la nueva boga “democratizadora” es que ha metido el tú o el vos por todas partes sin merecer el tratamiento. Ha borrado la costumbre de decir buenas tardes cuando se entra en algún lado, los diversos tratamientos urbanos y la cortesía con mujeres y mayores. E inculca en la mente de la muchedumbre la fantástica y ridícula idea de que todos somos iguales (cuando la chequera y el carro dicen lo contrario) y que el maestro, el periodista o el escritor son “aves raras” pero tan estúpidas como el montón. Y, así las cosas, los artículos, las clases, las conferencias se oyen como oír llover. Y además, la “democratización” de las redes sociales permite que todo el mundo hable o escriba mensajitos absurdos en Instagram -porque tiene derecho a hacerlo ya que el principio de la libre emisión del pensamiento es para todos- aunque sea la libre emisión del pensamiento para insultar, difamar o agredir por el tremendista mundo cibernético.
“A la noche, dice Nietzsche, mis compañeros (quiere decir su auditorio en la plaza) fueron volatineros y cadáveres y poco faltó para que yo mismo fuera cadáver”.
Aunque no lo parezca, esta es la misma idea y mensaje medular que Arévalo Martínez –gran admirador de Nietzsche, como que escribió un libro entorno a él- desarrolla en el cuento “El hombre que parecía un caballo”, que es la lucha de un alma aristocrática, singular, azul y malva por no ser caballo, como la plebe, como las maras y las pandillas psicóticas. “Poco faltó para que yo mismo me convirtiera en cadáver”. Dicho de otra manera: poco faltó para que la masa me contagiara de su amor a la muerte, como confiesa también el Narrador en el cuento de Arévalo Martínez, pues algo más y el señor de Aretal –con sus collares de topacios y carbunclos- lo convierte en equino, esto es, en infra humano, cuando lo que él ansía es ser poeta, convertirse en superhombre. El señor de Aretal (Barba-Jacob) era poeta pero al emborracharse devenía caballo, como todos los que pierden la dignidad aunque sea muy a su pesar.
La reacción de Zaratustra es no volver a la masa. Huir de los patachos, de las muchedumbres, de las pandillas intelectuales o reales: “hablando a todos no hablé a nadie”. Se marcha. No regresa a la plaza. Huye para no contagiarse con el mal gusto. Huye para no tomar el olor burdo de la muchedumbre. Huye para protegerse de la contaminación ambiente. Sin embargo, al continuar escribiendo y publicando hasta unos años antes de su muerte, Nietzsche retorna y torna a la plaza aunque no quiera.
Ortega y Gasset, gran nietzscheano-heideggeriano, hace suya, también, la idea aristocrática (del intelecto) de que “hablando a todos no hablé a nadie”, porque el hablar a todos convierte la andadura intelectual en masificación a la larga y sin ser hiperbólico. Y en cuanto las masas pueden sobarlo y aventarlo a codazos, el maestro pierde la magia del sacerdote que habla en latín y es esotérico en su sabiduría. Sabiduría que lo es porque la vuelve oscura –adrede- a la muchedumbre. Que lo diga, si no, Heidegger o Heráclito el Oscuro.
Una forma intelectual de no perder el contacto con la plaza es la columna periodística que cultivaron Ortega y Unamuno (aristócratas del intelecto, si los hay) porque por gracia o desgracia la columna (¡qué gran contradicción!) nos pone en contacto con lo ardiente y vivo de las plazas.