Mario Alberto Carrera
La libertad no se exige para la destrucción o la perversión, sino para edificar una casa aún más moral que la que se ocupa en cadenas, en las cadenas de la aberración.
Estar ante la posibilidad libertaria de construirse un destino, significa haber dejado atrás y rebasado todo gusto extraviado y todo deseo de encenegar ¡y sobre todo corromper nuestra carne y nuestro espíritu!: el astro más alto de nuestras facultades mentales.
Dios es la libertad y la libertad es Dios, si creemos que Dios puede ser más una posibilidad que un algo espiritual (o tal vez concreto) en determinado sitio del universo.
Quien vocea libertad con el fin de encontrar un ámbito propicio para la pedestre realización de un desbocado sibaritismo, en realidad está invocando cadenas que lo aten a sus propios instintos y exigencias autodestructoras y la libertad no se pide ni menos se exige para refocilarnos, sino para blanquear y pulir nuestras paredes y murallones internos.
Por ello, aunque admiro el subversivo espíritu del Marqués de Sade, no creo que sus exigencias de libertinaje ¡a ultranza en lo voluptuoso!, sean realmente atendibles y envidiables. Se puede invocar la libertad para ser erótico, pero no para ser lascivo ni menos para ser brutal. Eros propugna el bien porque alimenta la Vida. La diosa lascivia solamente el mal y la destrucción sin esperanza. Lo que al Marqués le ocurrió es que no supo hallar la frontera, el límite en que la libertad deja de serlo –para dar la vuelta en el tiempo circular– y convertirnos nuevamente en esclavos de lo que pretendimos liberarnos; y revertirnos en esclavos del libertinaje que es un déspota Señor.
Ha dicho Buñuel en clave cinematográfica que la libertad es un fantasma. Y lo es en la medida que las cadenas con que nacimos y que nos fueron reinsertadas y ajustadas lenta pero certeramente durante la infancia, prevalezcan a lo largo de la vida.
Porque muchas vidas no son sino un tiempo cíclico y eternamente reiterativo de la herencia genética y de la primera infancia. Pero caer en la cuenta de ello –volver consciente este gusto esperpéntico por estar en un permanente resucitar de cadenas infantiles, de límites que ayer nos fueron insertados– es comenzar a olfatear la libertad. La libertad rompe y acaba con el pasado, destruye y aniquila los ancestrales mitos, devasta y ciega los prejuicios, ahoga todo aquello que nos fue incrustado a golpes y martillazos, sin preguntarnos si deseábamos creer y aceptar lo que se nos hundía con categoría de postulado.
He aquí el punto justo donde se enturbia el concepto de libertad. He dicho que para conseguirla se debe destruir para tornar a edificarla. Mas este derribar no representa un peldaño hacia la amoralidad, lo grotesco o lo abochornante (como confusamente se piensa en el registro de una mojigata moral tradicional que no desea ser tumbada) sino un gran paso ¡aún más moral!, que el asumido por la rancia y avejentada moralina del pasado.
El Marqués de Sade y señor de la Coste destruyó las capillas y los templos seculares de una ética –más que vetusta y fósil– podrida, inconsecuente e hipócrita con su tiempo. La moral-amoral que propuso portaba en su tuétano el germen con que quiso conquistar lo que él llamó “libertad”, con la armadura del destructor. Y sólo destruyó.
No nos debemos conformar, en cambio, con derribar sino con levantar nuevos techos y paredes, porque al derribar construimos y al demoler debemos arar el nuevo campo de donde germine la libertad propicia al superhombre, capaz de inventar una súper moral sin represión.
La moral no ha expirado. La moral aún no ha nacido. Brotará acaso del Dios que ha muerto.