Mario Alberto Carrera
Harry quería deconstruir una parte de sí y reconstruir otra parte de su ser. Como casi todos los seres humanos él quería ser otro. No le gustaba quien era. Es más, el conflicto aumentaba en la medida que varias personas que lo estimaban deseaban un Harry determinado, a la medida de las expectativas del amigo, del admirador, de la amante de turno.
Durante años Harry había practicado una suerte de vida ermitaña. Decidió que el contacto con los demás no solamente le era doloroso por la arrogancia suprema y altivez de su prójimo, sino que le era intolerable por la general imbecilidad que salía de la boca de quienes eventualmente lo rodeaban. Decidió entonces rodearse sólo de libros y tratar de salir lo menos posible en confinamiento voluntario. Se había disfrazado de anacoreta lastimero.
Pero Harry no encontró en su mundo libresco en su inmensa biblioteca, en el silencio que lo rodeaba, en los árboles que se mecían acariciadoramente en su jardín y en el boque cercano, la gran repuesta, la respuesta a todas las preguntas. Tampoco halló paz para su angustia y cura a su desesperación. Algunos días como hoy, en que el sol brilla tanto que el cielo de veras parece la residencia de Zeus y las montañas y volcanes escaleras de clorofila para ascender a Él -desde una suerte de gótico vegetal- su pecho acribillado de suspiros y su mente de tristeza, eran penetrados por un oxígeno tranquilizador que venía quién sabe de dónde, porque si Harry hubiera sabido cuál era la procedencia de ese azul, habría caminado hasta allí, aunque le tomara el resto de su vida.
Entonces Harry, aunque ya había tenido patéticas experiencias en eso de buscar respuestas en los paraísos artificiales, se hizo amigo de Rosana, reina de la noche, del mundo de los locales de ligue, de los bares y los pubs donde el hombre normal y el hombre y la mujer de todos los días encuentran -dentro de una copa de malva y una conversación chispeante y ocurrente- la medicina contra la desesperación, la angustia, la depresión, el estrés. Es decir, de ese veneno que todos sentimos circular por la sangre durante distintos lapsos del día: cambio de humor- que se llama angustia de vivir y al que no le hacemos caso y embotamos con alguna distracción fútil y pasajera como hablar horas por teléfono.
Pablo, un amigo de Rosana al oír hablar a Harry de la vida como sólo Harry sabía hacerlo, le dijo: eso no está bien, no hay que ser así. Si la vida es amarga hay que ponerse otros lentes para verla. Me da usted mucha pena. Fúmese una pipa de opio. El láudano es el refugio de todos los melancólicos y en él encontramos todo lo que inútilmente buscamos en las iglesias o en el amor.
Desesperado, Harry experimentó -al día siguiente- lo mismo que después de una borrachera alcohólica: que el mundo era aún más oscuro, que la culpa aherroja y remuerde, que el opio no era la solución ni el vino que tanto amaba.
La culpa era en realidad su alimento y su nutrimento para la creación. Sin culpabilidad habría sido el más impotente de los escritores, corría en la pista que marca el duelo entre la culpa y el pecado por la falta infame. Moría, escribía y vivía por la culpa. Y al crear encontraba una forma de redención.
Igual que Kierkegaard, al igual que Unamuno y su Cristo
Los árboles del jardín amurallado bailaron dulcemente con la brisa. Harry tomó un sorbo de su whisky favorito. Y pensó, como siempre, en subir a su cuarto y sacar el arma.