Mario Alberto Carrera
50 años de desaguar terrores entre Panzós y El Estor, en la mera rajadura terrosa de estos dos municipios constantemente teñidos de sangre y de ruidosa metralla, de masacres y genocidio.
Otra vez –a golpe de un nuevo estallido social- se desata la brutal violencia sin poner mayor atención (que sería la base de la paz sensata) al Convenio 169 de la OIT-ONU, sobre pueblos indígenas, de 1989, que norma -para el mundo civilizado y moderno- las consultas que deben hacerse a los pueblos originarios (quekchíes en este caso) cuando su territorio indígena sea invadido poniendo en peligro las manifestaciones vitales de la comunidad que se vean afectadas en todo o en parte.
El Convenio 169 es el instrumento internacional para pacificar zonas en conflicto sobre todo cuando los pueblos originarios consideran que su patrimonio en general se ve afectado por la instalación de empresas nacionales, pero sobre todo extranjeras que alteran o pueden alterar sus condiciones de vida. Coinciden estas luchas, debates y defensa -de los pueblos originarios- con similares de los partidos Verdes y de todo aquel que, desde lo privado o lo público, defienda el uso del agua y de lo que alrededor de ella se desarrolla. Y propugne el uso de nuestro planeta en forma tal que no acabemos con él como lo estamos haciendo. El cambio climático es ya indiscutible y, con él, las mutaciones que se generarán.
El Convenio 169 no es un instrumento beligerante sino pacificador, si así lo asumen y lo entienden todos los interesados en determinado debate o patrimonio en discusión. Pero en Guatemala esto no se capta así (como lo planearon la OIT-ONU) sino a su modo convirtiéndolo en un motivo de querellas a muerte, porque muchos muertos ha habido en estos belenes. No se puede entrar de primas a primeras en un territorio originario sin la debida consulta y aprobación del grupo étnico a que corresponde. Eso dice el documento internacional que signó Guatemala y que Guatemala debe respetar.
Desde 1971 y aún antes (alrededor de los 50) estas tierras han derivado conflictividad. Es inolvidable (por aterradora) la masacre quekchí que en Panzós se dio (en 1978) en el umbral de la presidencia de Lucas García, y en cuyas polémicas participé muy activamente (poniéndome como columnista en grave peligro: Lucas no jugaba a los cincos) rogándole por ejemplo a Pancho Villagrán Kramer (mi querido vecino en Amatitlán) que rompiera su Alianza con Lucas porque sólo le traería disgustos y así fue. Y con el tiempo también a mí me trajeron pesadumbre y aflicción aquellos atrevimientos periodísticos (que siempre he tenido, ¡qué le vamos a hacer!)
Ahora -y si analizamos a fondo el núcleo de la querella- veremos que todo gira en torno al uso del lago de Izabal que más pronto de lo que creíamos ha derivado ya en su desintegración e ingente contaminación igual -o mucho peor aún- que en Amatitlán y Atitlán. Tres bellísimos cuerpos de agua, -únicos por su belleza en el mundo- y que por lo visto están -en manos de ciertos guatemaltecos- destinados a convertirse en chiqueros y lodazales y hundiendo y olvidando en sus detritus el Convenio 169.
En el actual caso del lago de Izabal (y su empleo por la Exmibal y otras compañía rusas y extranjeras) el perverso y pavoroso Giammattei y la numerosa pandilla de delincuentes execrables que tiene y posee en el Congreso (a las órdenes de la rancia y antique oligarpilla) la solución que encuentra en su torpe entendimiento cuartelero es decretar Estado de Sitio, para paliar o aplastar, de trágico-bufonesco modo, el conflicto histórico porque ya son 50 años de diatribas.
Al aplicar el Convenio 169, los gobiernos deberán consultar a los pueblos interesados cada vez que prevean medidas susceptibles de afectarlos directamente.