¿Qué es el hombre? A esta pegunta cada quien responderá según su cosmovisión o visión del mundo.
Para muchos, un ser que gozará de vida eterna después de la muerte carnal: un ser inmortal y lleno de esperanzas (que sin embargo desespera). Hecho a imagen y semejanza de su Creador. Criatura divina, divinizada por el que modeló su barro en el que insufló arcangélicas potencias de eternidad.
El hombre comienza siendo barro y retorna al barro, a las cenizas, al polvo. ¡Esto lo sabe muy bien el humano! Como a ciencia cierta -sabe así mismo- que su inclinación al pecado ¡y a veces su inclinación por el pecado!, puede dotarlo de inmortalidad, pero de inmortalidad infernal. ¡Y para qué la eternidad entre llamas y tridentes! En tal caso más valdría al hombre la finitud y ser materia con exclusividad. Barro y nada más.
Es un ser arcangélico no cabe duda -al menos- en el mundo de la creencia religiosa, pero poseído de melancolía. La melancolía de su dualidad, la melancolía de su incertidumbre dicotómica (¿a dónde irá, al cielo o al infierno?) y la melancolía del pecado mismo, es decir, la imposibilidad de no poder ser sólo bueno y la seguridad de que al menor descuido está en la factibilidad de la perversión, la concupiscencia, el crimen y el terror “porque que sin Dios todo nos está permitido”.
El cristianismo inventó la melancolía. Los griegos en cambio no eran melancólicos. Eran pueblos frente al mar. Esto lo saben muy bien Víctor Hugo, Kierkegaard, Valle Inclán, Unamuno. El cristianismo fabricó hombres tristes, plenos de la pena que se expande en el spleen, en el ennui y que estalla en una humanidad que teme al pecado, se horroriza ante él, pero se hunde no obstante en sus aromas, en sus fétidos pero seductores olores de “las flores del mal” fermentadas en “una estación en el infierno”.
Cuando Víctor Hugo como Pontífice de su escuela escribe el manifiesto del romanticismo, destapa y desvela que lo que más perfila al hombre es la sombra infinita de lo grotesco. Lo arcangélico se difumina en el sueño. Su barro y no su espíritu, su desesperación y no su esperanza. Su carácter de dictador absolutista y no de demócrata igualitario.
Un fantoche, un bodrio, una chapuza, un esperpento con empaquetados y aparatosos ademanes y visajes es el hombre no importa si va de encajes y raso o harapos malolientes. El romanticismo fue el primer movimiento cultural que nos presentó de plano un hombre de tan extravagantes perfiles aunque ya había asomado al menos las uñas en el gótico y el barroco.
Al principio de la Historia el humano quiso rechazar su imagen, la imagen reflejada en los espejos cóncavos y convexos del Callejón del Gato. Y quiso ser como los dioses (al unísono sensuales, perversos y beatíficos) del mundo griego y creo e inventó deidades dadas a la carnalidad y a las festividades carnavalescas como su corazón pecador. Pero algo tendría que funcionar mal y -con el aleve arribo del cristianismo, tan silente en sus inicios- se llenó lentamente de pesimismo y los mecanismos defensivos que inventó para sentirse tan hermoso y sabio cual Apolo o ardiente, febril y festivo como Dioniso se abatieron para demostrarle o enseñarle que su único sino en adelante sería la melancolía y el auto reproche en la medida en que aceptara el barro, el polvo y la ceniza como definición de su esencia.
“2000 años ya y no inventamos nuevos dioses”, nos hemos quedado con los mismos que creen y enseñan el pecado, la persecución del culpable y el pago por la culpa que unos mandamientos ordenan. Y allí estamos bloqueados, atascados, atrapados en los nueve círculos infernales.
Es el pecado el que engendra la dictadura. El pecado de negar a otros lo que nosotros sí que tenemos y que no entregamos sino por la fuerza.
La democracia nació en Atenas -frente al mar- en el Pireo.