Los tres evangelios sinópticos (“sin”= igual, “ópticos” = óptica), narran el juicio de manera similar. Los miembros del Sanedrín se reunieron de emergencia y acaso con cierta incomodidad. Era la semana mayor del judaísmo: la Pascua. ¿Para qué detenerse con el caso de un galileo revoltoso? Más importantes eran las devociones o la convivencia familiar. Finalmente emitieron la “orden de aprehensión” y en cumplimiento de ella, y con la oportuna ayuda del Iscariote, dieron fiel cumplimiento en el Huerto de los Olivos. ¿Qué hacer con Él? (Conforme nuestra constitución política (CP) el detenido debe ser puesto a disposición de juez en el término de 6 horas e interrogado en las 24 horas, artículos 6 y 9 CPRG). Juan informa que a Jesús lo llevaron primero ante Anás quien por competencia lo remitió a su yerno Caifás, sumo sacerdote ese año. Fue la “primera comparecencia” en la que se debía justificar la conducción; formalizar lo cargos y presentar pruebas. Los cargos eran: agitador, opositor al pago de impuestos y la pretensión de ser rey de los judíos. ¿Y las pruebas? Empezaron con la de testigos; declararon varios, pero el Evangelio dice que los testigos se contradecían, que eran simplemente “testigos falsos” (en toda época ha surgido esta yerba maldita). Al final encontraron dos testigos que parecían veraces. Así se cumplía la ley de Moisés; los hechos quedaban probados con la declaración de dos testigos. Claro, tenían que ser varones (¿quién le va a creer a las mujeres?). Estos testigos afirmaron que oyeron al encausado decir “que si destruían su templo Él lo iba a reconstruir en 3 días.” Con ese medio de prueba la acusación iba tomando forma. Seguidamente Caifás le corrió audiencia, en atención al sagrado derecho de defensa y que nadie puede ser condenado sin haber sido citado, oído y vencido (12 CPRG). “¿No tienes nada que responder?” Negarse a declarar es un derecho universal y tampoco se puede declarar contra sí mismo (16 CPRG, 81 CPP) Ante el silencio, le hizo la pregunta toral: “¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios Bendito?” Jesús contesta: “tú lo has dicho». En otras palabras “sí, yo soy el Mesías”. Agregó: “Un día verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha de Dios poderoso”. De inmediato Caifás casi infartó, se rasgó las vestiduras y “cambió la tipificación del delito”; ya no era sublevación, resistencia a los impuestos, ni auto nombrarse rey. Se configuraba una nueva figura penal, más grave aún porque atacaba la esencia de la religión: la blasfemia.
Con esa confesión Caifás dio por concluido el periodo de prueba “¿para que necesitamos más pruebas?” Todos habían escuchado la blasfemia. Dándose por probada la acusación se dictó sentencia sumaria: “culpable.” Pero la fijación de la pena y su ejecución escapaban de las atribuciones de Caifás: había que remitirlo al poder real, al gobernador romano, Pilatos.
Pilatos abre su propio expediente y también le corre audiencia: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Analizando “los autos” Pilatos se inclinó por dejar en libertad al reo. Hasta su esposa le había dicho que era un inocente, como lo cuenta Mateo. Pero el clamor del populacho crecía. Por eso quería “zafarse”. Encontró un motivo cuando supo que Jesús predicaba en Galilea; hizo valer una “cuestión de competencia”, por razón del territorio: que lo juzgue el tetrarca de Galilea, el hijo de Herodes el Grande, del mismo nombre (Lc.23;5) quien, por razón de las magnas fiestas, estaba en Jerusalén. Tal vez dictaba sentencia diferente. A Herodes Antipas parecía divertirle la situación; como que se tratara de un ilusionista o mago ambulante le pidió que en su presencia hiciera unos milagros. Ante la negativa de Jesús le colocó un manto lujo –como correspondía a un “rey” — y lo remitió de regreso a Pilato.
De regreso al despacho Pilatos, que insistía en la inocencia de Jesús, dictó “auto para mejor fallar”: repitió las preguntas sobre si era rey e hizo otras; “he venido a dar testimonio de la verdad” respondió Jesús. Con verdadera curiosidad Pilatos hizo la pregunta del millón: “Y ¿qué es la verdad?” Pero no esperó la respuesta (que tanto hubiera iluminado al mundo); salió del recinto a seguir negociando con los judíos. Se le ocurrió otra salida: el indulto, la costumbre de liberar a un reo. (En Guatemala, teníamos indulto presidencial pero se ha limitado porque interfiere en la no interferencia de poderes, solo “medio existe” en casos de petición de gracia para condenados a muerte). Pensó Pilatos que la multitud iba a pedir el indulto del Nazareno. Se equivocó. Pensó que con el castigo de azotes se iba a aplacar la chusma. También se equivocó: ¡Crucifícale! Como juez debió dictar conforme su conciencia: “no encuentro falta en este hombre”, pero torció su criterio y se dejó llevar por presiones externas (el mayor sacrilegio que pueden cometer los jueces) y no le quedó más camino que lavarse las manos y, sabedor de las consecuencias de derramar sangre inocente las trasladó a los judíos, quienes contestaron: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. El resto es historia.