Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

post author

El caldillo tiene que prepararse tres días antes, no cuatro ni dos. Exactamente tres. Así lo consagró la bisabuela en una receta escrita con pluma fuente y trazos finos, sobre un papel color amarillo con manchas del tiempo. Es que el secreto empieza con un buen caldillo; arranca aquí la variedad, la multiplicidad, que es la mera esencia del plato final. Aparecen en la cocina una gama de componentes vegetales, entre otros: vinagre (uva), hojas de laurel, manitas de jengibre, rapadura canche (caña de azúcar), pimientos gordos, pimientos de Castilla, clavos, ajos, tomillo, orégano, chiles, mostaza, tallos de cebolla, aceite de oliva (aceituna) y muchos otros según haya dispuesto la respectiva bisabuela. Mucha precisión con los ingredientes pero algo deficiente en las medidas: “un puchito de pimienta”, unos dedos de jengibre, unas manitas de perejil o una “pizca” de sal. 

A buen criterio de la chef se va balanceando lo dulce de la rapadura con el ácido vinagre para conseguir ese toque especial, ese equilibrio del paladar, conforme reza la tradición. Como los buenos vinos se deja madurar, un reposo necesario para el maridaje de sus distintos ingredientes y que adquiera su sabor distintivo. Al día siguiente se dispone el plato central: una gama infinita de productos y sabores que se preparan por separado. Filudos cuchillos cortan sobre una mesa los vegetales que vienen de otra amplia de especies del reino vegetal: zanahorias, rábanos, apios, arvejas, repollos, cebollitas, ejotes, coliflores, brócolis, remolacha (fiambre rojo), pimientos, pacayas. Conforme preferencias particulares de las bisabuelas podían ir también aceitunas, alcaparras, bruselitas, palmito, pepinillos; en otras variedades se incluyen sardinas y hasta los hay con atún. En otra mesa se cortan los embutidos: salami, jamón, salchichón, butifarras, chorizos, longanizas, carne de cerdo, cecina, lengua salitrada.

Hasta el momento todo el preparado es un despliegue de productos dispares y separados. Pero al día siguiente se mezclan, en una ceremonia en la que solo participan los iniciados, aquellos que se esmeraron en las arduas tareas de preparación. Como una gran boda se unifican los vegetales con los cárnicos en un gran recipiente (cazuela) donde se revuelven y terminan como un solo plato multicolor. Luego se vierte el caldillo como sello nupcial que formaliza el enlace. Una extendida diversidad que termina en una feliz unidad donde se abrazan embutidos y vegetales de todo tipo. Ningún sabor sobresale pero ninguno deja de participar. El toque final es el adorno, al gusto de la bisnieta: la base, siempre de lechugas, los espárragos a los lados, cortes de huevos duros a los lados, elotíos, trozos de quesos blancos, tiras de pacayas o de jamón como pincelazos caprichosos, un baño de queso seco como nieve y el remate, al centro mismo del plato los chiles chamborotes. El cierre dulce lo ponen los cocotes y chayotes en miel de panela también preparados conforme lo dispuso la bisabuela.

Las recetas de antaño tenían alguna cábala, un misterio escondido que no vale la pena escudriñar. Esas fórmulas no se pueden cuestionar ni alterar. Los pasos y medidas se deben observar para que funcione ese encanto escondido del fiambre. Con algo que no se cumpla el efecto no es el mismo. Es que las señoras de antes tenían algo de hadas madrinas o de buenas hechiceras que preparaban con toda dedicación el fiambre en esas recetas que se guardan como secreto de familia. 

El fiambre no se prepara con prisas. Es como el tiempo que pasa imperceptible pero también imperturbable. La cadencia del péndulo: de aquí para allá, de allá para acá. El fiambre es lo opuesto la imposición de los tiempos: la comida rápida. La pizza, el pollo frito, las hamburguesas, tacos, costillitas, hot dogs (shucos), etc. comida de valor nutricional dudoso pero de valor sentimental inexistente. Acaso llenen la panza –quitarán el hambre momentáneo— pero el fiambre llena además el espíritu. Un espíritu que espera paciente y con hambre, el transcurso de un año para volver a celebrar el Día de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos. 

Ante las estrecheces del mundo moderno cada vez se hace más difícil prepararlo. Cierto es. La tecnología nos invade con sus beneficios pero no nos puede brindar lo más valioso: el tiempo. Por eso se produce fiambre para vender. Qué bueno. Se mantiene el sabor y algo de la costumbre pero deja de lado el principal elemento de la tradición como lo es la cocina llena de familiares y amigos que se reúnen para colaborar en la preparación.  

Cuando finalmente los platos se disponen en la mesa se abre un portal, una conexión con aquellos seres queridos que un día se sentaron en esta misma mesa a departir ese almuerzo tan especial, tan guatemalteco. Y si “pensamos sabiamente” (J. Manrique) sabremos que un día nosotros estaremos sentados en esa silla invisible, aparentemente vacía pero que ocupa, aunque no lo veamos, un querido familiar o amigo que ya se despidió.

Que sus paladares disfruten el fiambre. Que se sirvan dos veces, o tres. Pero lo más importante, que sus corazones se regocijen con la ceremonia. 

Artículo anterior63 años de valioso registro periodístico en Guatemala
Artículo siguientePronostican lluvia y ambiente húmedo a causa de depresión Twenty-One