Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Comentaba en la entrega anterior que los tratados de libre comercio se suscriben para facilitar los negocios entre los países socios. A primera vista se refieren a la circulación de mercaderías o servicios pero el interés que subyace es promover mayores inversiones en los otros países, obviamente con la expectativa de obtener buenas utilidades. Por un lado están los empresarios de un país que quieren incursionar en nuevos mercados extranjeros, por el otro lado los estados que procuran mayores inversiones. En todo caso se pretende levantar barreras arancelarias y no arancelarias de esos nuevos mercados para extender las operaciones y ventas. Que ese país abra sus fronteras. Ello está bien, pero esa apertura se da a cambio de que mi país, y la de los otros socios, también las abran. En el fondo se pretende una igualdad, dar un trato igual a una mercadería nacional que a la originada en un país socio.

Para este efecto se abordan diferentes temáticas. Algunas funcionales como son las facilidades aduaneras, los servicios financieros, medidas sanitarias, las telecomunicaciones, el comercio electrónico, beneficios migratorios para ejecutivos; otras más técnicas como la propiedad intelectual, reglas de origen, zonas francas, eliminación o reducción de aranceles. También se acuerdan, en estos tratados de tercera generación, temas relativos a las condiciones laborales (cuya mesa me correspondió coordinar) y la protección del medio ambiente.

Cada país se postula como destino ideal para recibir la mayor inversión. Es que la inversión promueve el desarrollo, crea nuevos empleos, eleva el nivel de vida de los habitantes, incrementa los impuestos internos, mejora las obras públicas, etc. Para ser un destino atractivo los países deben atender aspectos básicos como una infraestructura funcional y en buen estado (vías rápidas de comunicación), tramitación fluida, seguridad pública y, sobre todo, la seguridad jurídica. La competencia está abierta y cada socio presume sus mejores galas para ser un destino atractivo. Tan importante es el tema que en Guatemala hasta existe una ley de “Atracción de inversión extranjera”, decreto 9-98.

Los referidos tratados se firman bajo la premisa de condiciones fijas. Para empezar las condiciones vigentes al momento de la suscripción, condiciones que determinarán la decisión del inversionista. Por lo mismo, no se admiten cambios que no se hayan contemplado al momento de la suscripción. Por ejemplo, no se pueden modificar leyes laborales para “abaratar” la mano de obra como tampoco se pueden levantar resguardos medioambientales para atraer inversión. Eso sería jugar sucio. Lo que se pretende es que todos los actores estén compenetrados de cuáles son las reglas del juego y así cada emprendedor al iniciar negocio en otro país, esté seguro de que no le van a variar dichas condiciones.

Cualquier cambio de condiciones o incumplimiento del Estado de las obligaciones que adquirió en el tratado, genera reclamos. Seguidamente vienen las demandas judiciales. ¿En qué tribunales se va a litigar? ¿En los del país sede? No. Ni locos. Para empezar se decantarán por los intereses nacionales pero, además, son poco confiables (en nuestro caso llevan más de tres años sin nombrar una Corte Suprema). Por no mencionar la corrupción local. Por eso, entre los capítulos del Tratado está el de “Resolución de diferencias” por cuyo medio los países se someten a la jurisdicción de una instancia supranacional adscrita al Banco Mundial que es Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones, CIADI, en español o ACSID en inglés (creada por medio de Convención de 1996). Este Centro conoce cerca del 70% de las disputas comerciales en el mundo.

En el tratado CAFTA (con Estados Unidos), el gobierno de Guatemala reconoce la validez de las resoluciones de dicho CIADI. Y las debe cumplir. No puede invocar la soberanía de las leyes internas (artículo 27, Convención de Viena), ni argumentos de tipo diplomático. El problema para nuestro país es que desde el 2017 se han venido incrementando las demandas contra el Estado de Guatemala. (Continuará).

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