Luis Fernández Molina
La década de los años 30 del siglo pasado fue, en España, un tránsito de pesadilla; un ciclo oscuro de ese péndulo histórico que oscila en la evolución histórica de las sociedades. De haber nacido yo en esa época seguramente hubiera sido un monárquico y, sobre todo, un declarado antidemocrático. Es que no hubiera tenido otra opción. La polarización que se venía profundizando generó un abismo entre dos orillas hasta el punto que se desató un enfrentamiento desgarrador; la guerra civil más cruel, sangrienta e insensata que registra la historia. Encarnizados enemigos los hermanos luchaban contra hermanos, los vecinos contra vecinos, los barrios contra barrios. En todo pueblo había fanáticos de uno u otro bando. El enemigo estaba en la casa de al lado.
Digo que yo hubiera sido franquista porque no tendría otra opción. Ciertamente no podría alinearme con los contrarios, los republicanos, a pesar de que propugnaban por una república en vez de la monarquía. Pero hasta allí llegan mis afinidades con dichos republicanos. Por lo demás mi rechazo: promovían replicar en España el modelo soviético. La fachada de “democrático” era una máscara de cera que se iba a derretir con los primeros rayos de sol e iba a descubrir al monstruo que estaba detrás. Respaldaban también una militancia socialista que fácilmente desembocaba en un comunismo implacable de corte estalinista; una iniciativa que proclamaba la propiedad pública de los medios de producción y despreciaba a la propiedad privada. Los animaba asimismo una ideología laica que más bien era una imposición atea que odiaba las religiones, en especial la católica. Por esa razón se dieron a la tarea de asesinar a los sacerdotes, quemar las iglesias, profanar símbolos e imágenes. ¿Cómo podría yo ponerme del lado de los republicanos? Por eso me colocaría en el bando de los nacionales y hubiera gritado a todo pulmón las consignas propias de una dictadura: ¡Viva Franco!
Pero había cuestiones en el bando de “el Caudillo” con las que no simpatizo. Es cierto que los tiempos eran difíciles y se hizo necesaria la mano dura de una dictadura. Pero a lo largo de su extendido gobierno, de 36 años, Franco nunca ofreció elecciones libres. Esas serían cuando dejara de gobernar (hasta que murió); y así fue. No tenía pues convicciones democráticas. Reafirmó como iglesia oficial a la católica, credo que impuso con mucho rigor en una versión muy conservadora, casi medieval. Soy católico y aplaudo tanta devoción, pero creo que la religión es decisión particular y libre. Por otra parte preparó el camino de regreso de la monarquía designando al entonces joven Juan Carlos, como futuro rey y cabeza de la dinastía española que luego habría de coronar al actual Felipe VI. Tampoco soy partidario de las monarquías y menos de las actuales que les llaman “constitucionales” pero son más de imagen y relaciones públicas con poco poder efectivo.
A pesar de esos peros no hubiera tenido ninguna duda de mi lealtad hacia los nacionalistas de Franco. Era época de extremos donde no había espacio para las posiciones intermedias. No se podía concebir que alguien fuera auténticamente republicano sin que por ello se sospechara de sus inclinaciones ateas y comunistas. Si un católico mostrara simpatías por un gobierno representativo era considerado un hereje, un apóstata en potencia. Un agnóstico no podía ser monárquico, tenía que ser republicano. Difícil era que un republicano fuera devoto católico. Pedir elecciones libres era sinónimo de “rojo”. Y así, con los campos delineados artificialmente los ciudadanos tenían que “escoger” bando.
Pero realmente no quería hablar de España. Quería hablar de la creciente polarización que hay en Guatemala. Por ejemplo, no se puede aplaudir la lucha contra la corrupción sin que lo tachen de izquierdoso, etc. pero de ello hablaré en otra columna.