Luis Fernández Molina
En “Diarios sin fecha”, Giovanni Papini relata un hecho que hoy día nos extrañaría y quedó completamente en el olvido. Relata el escritor que en junio de 1870 fue presentado a Pío IX, durante el Concilio Vaticano (el primero), un postulatum para la canonización de Cristóbal Colón. Dicha propuesta llevaba muchísimas firmas de cardenales, obispos, prelados, religiosos de todos los países y después se fueron recogiendo innumerables adhesiones. Según indica Papini, el proceso canónico fue en efecto iniciado “pero suspendido poco después por parecer insuperable a los efectos de la beatificación la existencia de un hijo natural del gran navegante.” Según el escritor tal dificultad es “fácilmente superable”. Que un análisis más diligente de los textos biográficos abona en beneficio del Almirante. Pero, algo más –y es a lo que me quiero referir–: “un cardenal de la Santa Romana Iglesia me dijo hace poco que para el juicio de santidad bastan los últimos veinte años de vida, aunque existiesen defectos o máculas de juventud.” Por lo mismo Papini pide al Pastor Angélico (Pío XII) que, inclinado al perdón, diera órdenes para que se volviese a abrir el proceso “del heroico genovés que no se hizo a la mar en busca de la pimienta, según han escrito unos bufones de la cultura barata, sino para llevar a Cristo –como anunciaba su profético nombre—a otro hemisferio y para dar nuevas almas a Dios y nuevos reinos a la Iglesia.”
Dejo para otra ocasión el tema de las verdaderas motivaciones del gran descubridor; hago a un lado las hipótesis de si fue por razones religiosas, por codicia, por curiosidad científica, por aventurero, etc. Tampoco quiero referirme a las virtudes heroicas que son propias de aquellos que habrán de ser elevados a los altares. En todo caso no creo que don Cristóbal haya estado investido de tantas virtudes ni haya sido impulsado por esa devoción arrobadora que es propia de los santos. Por ahora solo me quiero concentrar en el criterio de evaluación que el referido cardenal hizo valer: “los últimos veinte años de la vida.” Interesante. Hay un aspecto humano muy intrínseco en esa perspectiva. La vida no la percibe de igual forma una persona joven, inquieta, idealista, que una persona mayor que ha transitado por los diferentes senderos de la existencia y que empieza a sentir los achaques del tiempo. “Juventud divino tesoro, ya te vas para no volver.” Es que la juventud es el precio de la sabiduría y el problema de la juventud es que no se piensa que hay un futuro pero acaso el encanto de la juventud sea que no se piensa que hay un futuro. Por lo mismo durante los años mozos se cometen algunos excesos que la vida va corrigiendo. Será cierto que: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.” Lo malo de la juventud es que se pasa con el tiempo pero la vida nos da la oportunidad de recapacitar y, en su caso, enderezar el camino. No todos los santos nacieron en un ambiente pío; muchos de ellos tenían otros planes de vida: Iñigo de Loyola quería destacar como militar; Francisco de Borja desarrollaba una brillante carrera en la Corte. El mismo san Pablo quiso acabar con la nueva secta de los cristianos. Pero sin duda el ejemplo más repetido en san Agustín quien, dicho sea de paso, también tuvo un hijo y estuvo casado; no era un libertino como algunos quieren representarlo, era un hombre de mundo, muy exitoso en las esferas políticas de Roma y Milán. De su original creencia en el maniqueísmo se convirtió en uno de los pilares fundamentales de la Iglesia.
Regresando a las personas ordinarias, como dice el dicho “cuando no se pueden dar malos ejemplos se dan buenos consejos.