Luis Fernández Molina
Tenemos algo de poeta, de niño y de loco. Así lo afirma la sabiduría popular y no se equivoca. A pesar de nuestros pesados calendarios todos pasamos por episodios de ingenuidad infantil y otros momentos de elevada sublimación poética. Pero también tenemos algo de locos. En el uso coloquial nos referimos a un loco social, amable, como una actitud divertida o estrafalaria. “Está loco de amor”, “ese chicharrón me vuelve loco”, “a Pánfilo se le ocurre cada locura”, etc. Es el tipo de locura con el que nos sentimos cómodos, nos resulta familiar y hasta complementario como pincelazos de color subido en un cuadro simple.
Pero la verdadera locura es otra que dista mucho de esas acepciones populares. No es el caso hace aquí una disquisición médica de los alcances de lo que genéricamente denominamos “locura”. En todo caso es un estado mental deplorable en el que desconectamos ese chip que nos ata a la realidad circundante.
Nuestro prodigioso cerebro debe mantener un constante equilibrio y cuando pierde balance surgen las patologías. Todos las sufrimos, aunque afortunadamente a niveles controlables. Nuestra psiquis es como cualquier astro que constantemente es bombardeado por partículas que gravitan en el universo, como los meteoros y estrellas fugaces que impactan nuestra Tierra. Acaso no nos damos cuenta pero cada hecho externo se procesa en esos recónditos laberintos que llevamos en lo más interno. Obviamente algunos hechos tienen mayor repercusión directa como la pérdida de un familiar, un desencuentro amoroso, un disgusto laboral o la rendición frente a una adición (alcohol, drogas, juego, redes, etc.). De ello somos conscientes, pero no lo somos de otros hechos cotidianos que todo el tiempo estamos registrando.
Y ahora, desde marzo del año pasado una nueva amenaza se ha sumado a nuestras regulares ansiedades. Para empezar el temor al contagio que cobija un miedo mayor que es intrínseco al ser humano: el miedo a la muerte. Luego viene la confusión: cómo es posible que un bicho microscópico nos haya alterado la vida tan dramáticamente; ¿Dónde surgió el virus? ¿De qué sirve tanto alarde tecnológico si nos declaramos impotentes ante esta amenaza? ¿Seguiremos todo el tiempo con mascarilla? ¿Qué pasará si surge una variante incontrolable o un nuevo virus? Nos vemos solos, desnudos en medio de la llanura existencial.
Cabe mencionar el duelo por familiares y amigos que han sucumbido a la pandemia. El luto y el desconcierto al pensar que apenas un mes antes estaban llenos de vida. A lo anterior se agrega la crisis económica que a algunos los ha hundido en los mares de la desesperación y a todos nos ha bajado el ritmo de las actividades. Se agregan los cambios de hábitos; alejamiento de familiares, confinamiento, la educación “en línea” de los inquietos adolescentes y festivos niños conscientes que pierden la luminosa experiencia de intercambiar con los compañeros. El “home working” forzado; la falta del roce humano.
Quién no se ha sentido decaído, desganado, inquieto, deprimido, obsesivo. Quien no ha sentido pesar por ver como los niños y adolescentes comprimen sus energías vitales en las paredes de sus casas. Es que llevamos acumulando muchas experiencias negativas que son como esas rocas ígneas, que al emerger chocan con las frías aguas de la realidad y se fraccionan. Ese “loco” que llevamos se puede salir de sus compartimientos.
Es hora que volteemos a los psicólogos y ver en ellos a unos amigos cercanos. Dejar de pensar que solo tratan a los “locos” sino que todos necesitamos de esa asistencia porque son auxiliares que seguramente nos ayudarán a sortear las consecuencias de una vida tan agitada que se ha complicado con la pandemia.