Hemos visto en los dos artículos anteriores que, dado que el paradigma de la física cuántica está vigente desde principios del siglo pasado, y aunque sea cierto que hacer prevalecer un nuevo pensamiento lleva su tiempo (algo parecido sucedió con la concepción heliocéntrica del siglo XVI que tuvo que esperar hasta la teoría de la gravitación universal en el siglo XVIII para hacerse predominante) va siendo hora que esta nueva concepción del mundo (weltanschauung o cosmovisión) comience a orientar al pensamiento científico actual, todavía demasiado influenciado por el dualismo cartesiano y el mecanicismo newtoniano ambos anacrónicamente materialistas.
En estos días de semana santa es interesante recordar como la Iglesia Católica ha venido incorporando a su teología los nuevos desarrollos de la ciencia. Desde que en los años 60 el Concilio Vaticano II aceptó las ideas de Teilhard de Chardin – el famoso paleontólogo y filósofo jesuita – acerca de lo que él llamaba la “noosfera” o esfera espiritual del conocimiento que envuelve a la Tierra en forma similar a la atmósfera. La noosfera es vista por Chardin como un fenómeno espiritual equiparable a una consciencia universal, una de cuyas manifestaciones es la mente humana, pero cuyo origen, al igual que el de la vida vegetal y animal sobre el planeta, puede explicarse con base en la teoría de la evolución tal y como ésta fue expuesta por Darwin. Existe también una evolución del espíritu que – según Teilhard – transita desde la geosfera material hacia la biosfera y culmina en la noosfera que viene a ser una etapa superior, espiritual, de un proceso evolutivo que deberá permitir a la humanidad encontrarse con la conciencia universal o “punto omega”. En consecuencia, para el sacerdote jesuita el lado psíquico o espiritual de la materia es determinante para explicar no solo el origen de la vida sino también la culminación de ese proceso evolutivo en donde la Tierra-noosfera deberá llegar hasta esa consciencia universal o punto omega o consagración del espíritu. Dicho punto omega puede entenderse entonces como: «…una colectividad armonizada de conciencias, que equivale a una especie de superconciencia. La Tierra cubriéndose no sólo de granos de pensamiento, contándose por miríadas, sino envolviéndose de una sola envoltura pensante hasta no formar precisamente más que un solo y amplio grano de pensamiento, a escala sideral. La pluralidad de las reflexiones individuales agrupándose y reforzándose en el acto de una sola reflexión unánime» (Chardin:1986, 383)
Podemos decir entonces que lo más novedoso del pensamiento de Teilhard de Chardin es su manera de conciliar la teoría de la evolución darwiniana con la teología católica, aunque, como era de esperarse, en su tiempo (el Vaticano de Pio XII) estas ideas le generaron dificultades, aunque posteriormente tanto Pablo VI como Juan Pablo II valoraron positivamente su teoría y el mismo cardenal Ratzinger (después Benedicto XVI) reconoció que la Encíclica Gaudium et Spes, por ejemplo, había recibido su influencia. Por cierto hay quienes sostienen que las ideas de Chardin se inspiraron – además de Darwin – en la teoría del científico ruso Vladimir Vernadski quien fue el primero en emplear los conceptos de biosfera y de noosfera para referirse a la tercera etapa de una sucesión de fases en la evolución del planeta, de modo que así como la emergencia de la vida ha transformado la geosfera la emergencia del conocimiento y de la ciencia han transformado la biosfera. Y, por supuesto, todo esto facilitó que el Papa Francisco pudiese pronunciarse en su Encíclica Laudato ’Si sobre la crisis ecológica y lo que él llamó los efectos perniciosos del “paradigma tecnocrático” y de la “cultura del descarte”.
Pero veamos ahora que dice la ciencia contemporánea acerca del origen de la vida y cual es su relación con esta nueva cosmovisión. Es indudable que las primeras células multicelulares (eukariotas) provienen de las unicelulares (prokariotas) y estas a su vez se originaron en moléculas cada vez más complejas y que esta vida microscópica existió en la Tierra durante millones de años, hasta que la evolución condujo a la aparición del reino animal y vegetal al igual que dicho proceso evolutivo biológico, despues de los 65 millones de años transcurridos desde la extinción de los dinosaurios – que perecieron como consecuencia del impacto de un meteorito en el Golfo de México – condujo a la evolución de los mamíferos permitiendo la aparición de nuestra especie, que tiene ancestros como los chimpancés con quienes compartimos casi totalmente el mismo genoma. Hay que decir también que los homo sapiens somos recién llegados al planeta pues estamos aquí desde hace apenas unos 200,000 años, cuando la Tierra y el sistema solar tienen no menos de 4,000 millones de años, de modo que si no tenemos suficiente cuidado con en la mitigación y adaptación al cambio climático – provocado por el calentamiento global – podríamos quedar incluídos en esta sexta extinción masiva, ya en curso, que es resultado del irresponsable comportamiento depredatorio del sistema económico sobre los ecosistemas naturales que nos ha llevado a la nueva época geológica del Antropoceno.
En todo caso, el hecho central más importante respecto a la vida descubierto por científicos como Gregory Bateson, Humberto Maturana y Francisco Varela – estos últimos chilenos – consiste en haber abandonado la idea de Descartes – que creía que la mente era una “cosa pensante” (res cogitans) completamente distinta de la materia (res extensa) postulando la teoría que considera tanto la mente como la consciencia como procesos cognitivos de aprendizaje, memoria y toma de decisiones. En consecuencia, percibir, “darse cuenta” la mente es la esencia de todo sistema vivo, sea este animal, vegetal, microbiano, bacterial o célular. Los sistemas vivos son entonces sistemas cognitivos y la vida es un proceso cognitivo, algo que es válido para todo organismo, tenga o no un cerebro y un sistema nervioso central.
El conocimiento es, en consecuencia, una actividad que involucra a las múltiples redes de organismos vivientes en interacción ecosistémica con el medio ambiente y – como sucede a escala microfísica con las partículas cuánticas – la mente y lo que ésta percibe están inseparablemente interconectados. A la autogeneración de los sistemas vivos Maturana y Varela le llamaron “autopoiesis” porque, a pesar de esa constante dinámica interna de cambio y renovación, todo sistema vivo es capaz de preservar su patrón de organización en red. Todo organismo viviente se renueva constantemente, tejidos y órganos internos se modifican y reconstruyen en ciclos contínuos gracias a la actividad celular autopoiética.
Sin embargo, y pasando ahora al análisis de la consciencia – entendida como experiencia o autoconocimiento (“self awareness”) – este si un fenómeno propio de los seres humanos que requiere de un cerebro y un sistema nervioso central debiendo diferenciarse del concepto más amplio de “cognición” que caracteriza a todo ser viviente. La consciencia en tanto que experiencia de vida es un proceso más restringido de autoconocimiento aunque carezca de ubicación cerebral o consistencia material alguna en nuestro organismo. De allí que sea válido postular – como hemos visto antes – la existencia de “campos” como la noosfera de Chardin, la supra-consciencia universal de Sans Segarra, el campo akásico de la información de Laszlo o los campos cuánticos de Faggin. Aunque por ahora esto se plantee en forma de hipótesis, es interesante considerar que a los dos grandes campos interestelares (gravitacional y electro-magnético) así a los dos campos nucleares cuánticos se les pudiera agregar uno nuevo que llenaría el supuesto vacío sideral interconectandose ocasionalmente con esa “colectividad armonizada de consciencias” o punto omega de Chardin o campo akásico de Ervin Laszlo,
Finalmente, y volviendo al tema de la “autopoiesis” de Maturana así como a los patrones de organización de todo sistema viviente, recordemos como el científico inglés James Lovelock formuló tal vez la más sorprendente y bella expresión de “auto-organización” , la idea que el planeta mismo, la Tierra en su conjunto, es un sistema viviente autorregulado y auto-organizado. Lovelock trabajó con la NASA diseñando los instrumentos que permitieron establecer que en Marte no existía vida porque carecía de una atmósfera rica en oxígeno, no siendo una estructura disipativa o sistema abierto a la manera de Prigogine. El oxigeno terrestre, producido gracias a la fotosíntesis del reino vegetal al igual que otros factores – como la autoregulación de la temperatura, la salinidad de los océanos, la proporción de oxígeno en la atmósfera (un 21%) etc – permitieron a Lovelock considerar a la Tierra como un sistema complejo que comprende a la vida y el medio ambiente (la “biosfera”) como una sola entidad viva aupoiética y autorregulada.
En colaboración con la microbióloga Lynn Margulis, Lovelock planteó entonces la teoría de Gaía (la antigua diosa griega de la Tierra) que ve al planeta como un superorganismo viviente, algo que coincide con la cosmovisión de los pueblos originarios que siempre han considerado a la “Madre Tierra” (la Pachamama) como un ente con vida propia. En consecuencia, la característica sobresaliente de la teoría de Lovelock consiste en vincular los ecosistemas terrestres, la superficie rocosa y oceánica del planeta como no separados de los reinos animal y vegetal. Los ciclos tróficos interrelacionan e interconectan a todas las seres vivientes – incluyendo los micro-organismos – con la atmósfera, los océanos y la tierra. Por consiguiente, la teoría de Gaia consiste en una visión sistémica de la vida que reune la geología con la microbiología, la química atmosférica y otras disciplinas que antes trabajaban separadamente, llevándolas a producir un conocimiento inter y transdisciplinario para el cual la vida no solo es el objetivo principal, sino un fenómeno cuyo origen podemos encuentrarlo en el universo mismo porque – obviamente – pretender que solo pudiese haber vida en un cosmos con miles de millones de planetas que giran en torno a billones de estrellas sería caer de nuevo en el viejo antropocentrismo medieval.